LA HABANA, Cuba.- No pude ver el desarrollo del conflicto desde el inicio. Cuando encendí el televisor ya había comenzado, y hasta parecía muy avanzada la trama, quizá demasiado. No sé por qué supuse que la dirección era de Magda González Grau. ¿De verdad no sé? El conflicto, al menos el que yo vi, giraba alrededor de una grieta. Una, no muy grande, grieta en la pared de un viejo edificio habanero. Además de la raja había también un fotógrafo con un séquito de modelos; mujeres y hombres engalanados con muselinas, tules, sedas y falsas organzas parisinas que el viento batía con trabajo; y adornos, adornos de cabezas y joyas que supuse falsas, puro atrezo, pero joyas simuladas.
La grieta no era grande, era más bien discreta, sin mucho resaltes. Creo que solo una mirada muy acuciosa podría descubrirla, notar su presencia en medio de aquella pared habanera, una grieta, quizá no muy grande, pero grieta al fin, una de esas que crece con el tiempo, que se hace grande y sobre todo peligrosa. El fotógrafo se hacía acompañar por un séquito de hombres y mujeres, engalanados todos con esos trajes que la televisión cubana intenta hacer pasar por elegantes, incluso lujosos, y hasta antiquísimos.
El séquito de engalanados que acompañaba al fotógrafo pretendía ser, al menos en algo, versallesco, y posaban en múltiples puntos de la Habana Vieja. El “lujo de los trapos” pretendiendo discordancias con una vieja ciudad. Una ciudad que parecía estar esperando la mirada del fotógrafo desde hace mucho, añorando que el lente la avistara, esperando el clic y el flashazo. Y todo aquel emperifollamiento se detuvo entonces en uno de esos edificios de la parte más vieja, insisto en que podría ser de la Habana Vieja o quizá en Centro Habana, o en el Cerro, atendiendo a las magulladas estructuras, a las desconchadas paredes que aportan los años, pero también la desidia.
Creo que podría ser cualquier sitio de esta ciudad añeja y destartalada, desde donde siempre escribo. El caso es que aquellas mujeres posaron sus telas y sus figuras ante la cámara fotográfica y su artífice, justo al lado de una grieta. Y desde lo alto de un balcón se asomó un hombre que bajó enseguida, refunfuñando, peleando, exigiendo que se marcharan, que no apuntaran a sus paredes con el lente de su cámara. El dueño de aquella casa hizo reclamos, y discutió, contando que esa casa era suya, que allí se fue a vivir después del matrimonio, y allí mismo nacieron sus hijos y sus nietos.
El ofendido siguió chillando, mostró la mortificación que le provocaban quienes pretendían poner sus ojos en la grieta, mas no en el resto, ese resto que no estaba descorchado, que no estaba pintado. El fotógrafo empeñado en la grieta y el habitante de la casa en contra, muy en contra, y sólo se calló después de que un policía, en este caso de muy buenos modales, quiso saber lo que pasaba, y se contó todo lo que hasta ahora he contado yo.
El final ya podemos suponerlo, el fotógrafo no consiguió el contraste de los iluminados trajes con aquella huella de la pobreza habanera, testimonio de nuestras muchas miserias. El fotógrafo no consiguió poner el dedo en la llaga, quise decir en la grieta, quise decir en el desinterés, quise decir en la miseria, quise decir en la muerte de esta añeja ciudad; antes tan elegante, tan hermosa, tan diferente, tan cuerda, tan hospitalaria y un poco más educada y generosa. Y el fotógrafo no consiguió apretar el obturador de su cámara después de apuntar con el lente a su objetivo.
No pudo, nunca pudo fotografiar esa grieta, ni otras de las tantas que existen en la “ciudad maravilla”. El fotógrafo debió quedar desilusionado con las torpes prohibiciones. El fotógrafo no consiguió fijar la grieta para mostrarla y cuestionarla porque se lo prohibió el habitante más cercano a la grieta, y también el policía, ese que representa a la ley, ese que representa al estado, al gobierno comunista. ¿Y qué veían en esa grieta? ¿Que se vería en esa imagen? Miraban una contrariedad, una traición, miraron una ingratitud, miraron una denuncia.
Los comunistas prefieren que la grieta crezca, que se haga enorme, sin embargo temen a que se haga visible, que contraste con los tules y la abundancia. La grieta es un edificio que se derrumba, un balcón que cae y mata niñas, es el 11J. La grieta es el hambre y nuestros congeladores vacíos. La grieta son las colas interminables, la caterva de generales muertos en sólo unos días, las cárceles llenas. La grieta es Maykel Osorbo y Luis Manuel Otero, y todos los presos, los niños asesinados en Sagua la Grande. La grieta somos muchos.
La grieta son las escapadas masivas y tan riesgosas. La grieta es la dramática gramática del poder. La grieta es lo grotesco que resulta el poder; es nuestra pasiva conciencia, la falta de disposición para correr los riesgos que acompañan la lucha por la libertad, pero también podría ser desandar paso a paso la cuerda floja sin riesgos, y no pagar por las soluciones definitivas.
Sin mirar la grieta y sus crecimientos, sus desarrollos, sus cursos, no llegamos a ninguna parte, y se cae el edificio, y los muertos los ponemos nosotros. Recordemos que en punto cero las fisuras en las paredes no son nada visibles, no son. Una grieta provoca otra grieta, y luego otra. La grieta es el anticipo del derrumbe, la causa del maremoto, del volcán que está a punto de estallar, y por eso no quieren que la miremos, y para eso está el señor que es el dueño de la casa, el que allí vive desde hace muchos años. Ese hombre que no quiere que aprieten el obturador, y tampoco el policía que te golpea y encierra en una celda, mientras los poderosos aplauden el velado de la grieta, y silencian las muertes.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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