LA HABANA, Cuba.- 1968 fue un año definitorio para el castrismo: fue cuando se acabaron de anudar los amarres totalitarios del régimen.
Con la llamada Ofensiva Revolucionaria, anunciada por Fidel Castro el 13 de marzo de 1968, en un discurso en la Escalinata de la Universidad de La Habana, todos los pequeños negocios privados que aún quedaban fueron intervenidos, lo que hizo a los cubanos depender absolutamente del Estado hasta para remendar los zapatos.
Por aquellos tiempos, Fidel Castro, entre movilizaciones y discursos, como poseído simultáneamente por los espíritus de Lenin y Che Guevara, deliraba sobre la abolición del dinero, el trabajo voluntario, la emulación, el hombre nuevo, la moral comunista y el diversionismo ideológico.
La Brigada Che Guevara, por iniciativa del Máximo Líder, con buldóceres y dinamita, destruía millares de hectáreas de bosques en todo el país para dedicar esas tierras al cultivo de la caña. Y para sembrar café caturra en el Cordón de La Habana -otra iniciativa del Comandante para la que movilizó a millares de personas e invirtió cuantiosos recursos-, la susodicha brigada arrasó las arboledas que rodeaban la capital, para dejarnos sin frutas, sin sombra, tan achicharrados por el sol como las posturas de cafetos que no prosperaron, y con bandadas de pájaros que huían buscando donde anidar y que se arremolinaban en el cielo, como los de aquella película de Hitchcock, solo que en lugar de atacar, se cagaban en las cabezas de los habaneros.
A pesar de la inspiración maoista de la Ofensiva Revolucionaria, Cuba se alineaba cada vez más con la Unión Soviética. Quedó demostrado cuando el 23 de agosto de 1968 Fidel Castro justificó la invasión soviética en Checoslovaquia con el argumento de que “era necesaria para proteger al socialismo de sus enemigos, los imperialistas”. En recompensa, unos meses después, el gobierno soviético volvió a renovar su garantía de ayuda militar a Cuba en caso de un ataque norteamericano, y viajó a La Habana el vicepresidente Vladimir Novikov para firmar un tratado comercial permanente de la Unión Soviética y los países del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) con Cuba.
En el campo cultural arreciaban los vientos del dogmatismo y la intolerancia. Para los creadores cada vez se se hacía más estrecho el significado del “dentro de la revolución” enunciado por Fidel Castro en junio de 1961.
En octubre de 1968, la concesión del Premio de Poesía “Julián Casal” al poemario “Fuera del juego”, de Heberto Padilla, y el de Teatro “José Antonio Ramos” a “Los siete contra Tebas”, de Antón Arrufat, desataría una tormenta, puesto que ambos libros fueron considerados por las autoridades como “contrarrevolucionarios”.
Los comisarios tenían en la mirilla a Heberto Padilla desde que hacía meses había participado en una encendida polémica con Lisandro Otero en El Caimán Barbudo, donde además de defender la concesión del Premio Biblioteca Breve de SeixBarral a Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, había advertido, tomando como referentes lo ocurrido en la Unión Soviética y Europa Oriental, sobre los peligros de la interferencia estatal en la cultura.
Los integrantes del jurado de poesía, José Lezama Lima, José Z. Tallet, Manuel Díaz, el peruano César Calvo y el británico John Michael Cohen, a pesar de las intensas presiones que recibieron para que no votaran por el libro de Padilla, se mantuvieron firmes y decidieron concederle el premio por su calidad literaria.
Los jurados fueron convocados por la dirigencia de la UNEAC a una asamblea, o mas bien una reprimenda, que duró varias horas y estuvo presidida por José Antonio Portuondo y Félix Pita Rodríguez, el presidente de la Sección Literaria, quien llegó a asegurar la existencia de “una conspiración de intelectuales contra la revolución”.
Finalmente, aunque a los autores no se les pagó el premio ni les dieron el viaje a Moscú, “Fuera del juego” y “Los siete contra Tebas” fueron publicados con un prólogo a modo de coletilla, que estaba firmado por el “Comité Director de la UNEAC”, pero fue presumiblemente escrito por José Antonio Portuondo, donde se afirmaba que “…esa poesía y ese teatro sirven a nuestros enemigos, y sus autores son los artistas que necesitan para alimentar su caballo de Troya…”
No obstante, con prólogo-coletilla y todo, ambos libros fueron recogidos de las librerías. Me consta. Muchos años después, en los 80, en un ruinoso local del Instituto del Libro en Santos Suárez, encontré almacenados decenas de ejemplares de esos libros, todos rasgados.
Desde el periódico Juventud Rebelde comenzaron los ataques no solo contra Padilla y Arrufat, sino también contra Virgilio Piñera, César López, José Lorenzo Fuentes, Rogelio Llopis, José Rodríguez Feo y otros.
Aquellos ataques contra los escritores aumentaron de intensidad cuando a partir de noviembre de 1968 empezaron a provenir de Verde Olivo, la revista de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, que era dirigida por el teniente Luis Pavón. Los rabiosos artículos, en alguno de los cuales llegaron a calificar a Cabrera Infante y Virgilio Piñera como “autores irrelevantes”, aparecían firmados por Leopoldo Ávila, pero se sabía que era un seudónimo tras el cual se amparaban el teniente Pavón y José Antonio Portuondo, uno de los más eficaces amanuenses que tuvo el castrismo.
Antón Arrufat pasaría más de catorce años de ostracismo antes de que lo rehabilitaran, pudiera llevar a escena “Los siete contra Tebas” y le concedieran el Premio Nacional de Literatura.
Padilla y su esposa Belkis Cuza Malé irían a parar a la cárcel en 1971. Pero el caso Padilla -como se conoció aquel infame proceso reminiscente del estalinismo que le granjeó al castrismo la ruptura con muchos destacados intelectuales que hasta entonces le habían apoyado- se inició realmente en aquel año 1968 que tan nefasto resultó para los cubanos.