LA HABANA, Cuba.- Hoy, a 50 años de una película célebre, pensamos en cuánto puede alcanzar a decirnos, no solo por el medio siglo que ha transcurrido, sino también porque fue realizada en una época en que el final del siglo XX parecía lejano aún y suponíamos que el XXI sería inimaginablemente diferente.
50 años hace del documental Coffea arábiga de Nicolás Guillén Landrián, una obra que muchos consideran todavía extraordinariamente novedosa en su arte y en su relación con el momento político y social, pero la verdad es que en 1968 se estrenaron algunas de las películas cubanas más notables de las producidas luego de 1959.
1968 dio fecha indeleble a un panorama mundial pasmosamente rico, intenso, contradictorio, alucinante. El año del mayo francés y de la Primavera de Praga y los tanques rusos. El año de la Ofensiva Revolucionaria en Cuba, donde la dictadura castrista se afianzaba más que nunca y llenaba de cárceles y campamentos de trabajo el país.
En los primeros meses de ese año, apareció en las salas de estreno Aventuras de Juan Quinquín, filme muy popular en su día, de Julio García Espinosa, un director que cobraría desde entonces más renombre aún como funcionario del instituto de cine (ICAIC). Pero otras dos películas muy diferentes opacarían la versión cinematográfica de la divertida novela de Samuel Feijóo.
Una fue Lucía, de Humberto Solás, un desigual realizador que con esta producción entró en la historia del cine regional. Memorias del subdesarrollo fue la otra, un largometraje de Tomás Gutiérrez Alea, nuestro mayor cineasta post 1959. Ambas están en las listas de las 10 mejores películas cubanas y latinoamericanas y aportarían un prestigio enorme al cine revolucionario.
Cuando en 2005 Esteban Insausti dedicó su Existen a Guillén Landrián estaba subrayando la gran influencia que había alcanzando la obra del poeta maldito de la cinematografía cubana, más conocido por los documentales que realizó para el ICAIC entre mediados de los sesenta y principios de los setenta.
Si bien comenzó con piezas de tono antropológico y poético, Guillén Landrián —como lo hacía firmar el ICAIC para alejarlo de su encumbrado tío—, después de sufrir prisión y electroshocks en instituciones psiquiátricas como castigo por indocilidad, comenzó a hacer un arte más cine-collage, de montaje vertiginoso con mucho contrapunteo entre diferentes referencias mediáticas.
Coffea arábiga no fue censurada cuando se estrenó, pero escandalizó a algunos por la escena de Fidel Castro con The fool on the hill de los Beatles a fondo. Había sido un encargo educativo en el marco de la desmesurada campaña propagandística sobre el Cordón de La Habana y resultó una pieza inquietante, pero todavía la política cultural no aplastaba mucho la experimentación.
Con el fracaso del faraónico plan cafetalero, volvió a caer Guillén Landrián, acusado ahora de haberse burlado en su documental de aquella campaña, ridiculizándola con un despliegue visual que al principio no pareció tan subversivo como después. Asombra el ensañamiento del régimen contra alguien que solo pretendió hacer un arte subjetivo y personal, pero que nunca, como confesó al final de su vida, pretendió hacer crítica ni parodia con intenciones políticas.
No obstante, a diferencia de Santiago Álvarez, Guillén Landrián no sumaba sus recursos artísticos al coro elogioso ni a la propaganda fidelista, sino que asumía una estética de la ambigüedad y la ironía, del cuestionamiento, y como el cine se había convertido en arma masiva de la revolución, no se podía permitir una búsqueda artística personal, un enfoque subjetivo del individuo, lejos de la histeria con fetiches como Patria, Pueblo y Hombre Nuevo.
Coffea arábiga —con los otros documentales suyos que sobrevivieron—, como una pieza acusativa y vergonzosa, fue hundida en el silencio de los archivos del ICAIC. Después vendrían el Primer Congreso de Educación y Cultura y el Caso Padilla, y el ostracismo del autor y de su obra aumentaría con los años.
El tiempo, empero, casi siempre va poniéndolo todo en su lugar y hoy Coffea arábiga —que vemos desde una época que es caricatura de aquella a la que el filme caricaturizó— le habla más a los nuevos realizadores que filmes como Lucía y Memorias del subdesarrollo, que no han envejecido bien por un exceso ideológico, a pesar de sus innegables méritos.
Y no les habla solo a los nuevos cineastas, sino a cualquier creador, porque Guillén Landrián era, en definitiva, un innovador y un inconforme como lo son siempre los poetas genuinos.