CIUDAD DE MÉXICO, México.- Sobre las diez de la mañana del 11 de julio de 2021 residentes de San Antonio de los Baños, Artemisa, a 35 kilómetros de La Habana, comenzaron a transmitir en sus redes sociales, en vivo, un hecho inesperado. Cientos de vecinos del municipio protestaban en las calles. Los videos que se tomaban eran inmediatamente compartidos por usuarios de redes de toda la Isla y replicados por los medios independientes.
Hartos de los cortes de electricidad, la falta de medicinas y la escasez de alimentos, los pobladores salieron bajo gritos de “libertad” y “patria y vida”.
Como un dominó colocado de pie, la ficha que cayó en San Antonio movió el resto de la estructura. Esa chispa viajó por el ciberespacio y encendió el país entero. Para el 12 de julio ya se habían sumado más de 60 comunidades. En esos dos días y en los que siguieron, serían detenidas casi 1.500 personas por su participación en las protestas, según el recuento del grupo de la sociedad civil, Justicia 11J.
Era la primera vez que todo el país se manifestaba, en lo que ha sido la protesta más grande acontecida en la Isla desde la toma del poder por parte de Fidel Castro en enero de 1959.
Al igual que en San Antonio, en el resto del territorio los gritos reclamaron mejores condiciones de vida, pero también el fin de la dictadura o el comunismo, más libertad e incluso se escucharon insultos al gobernante Miguel Díaz-Canel, como puede verse en los videos transmitidos.
El 11J ocupó titulares por todo el mundo en los que se recalcaba lo inaudito de los hechos. En medio de una profunda crisis socioeconómica, agravada por la pandemia de la COVID-19, había ocurrido lo que parecía imposible: el país que nunca protesta se había volcado contra su gobierno.
Esas mismas notas, al tratar de buscar un antecedente similar al 11J, solo encontraban uno: el llamado Maleconazo, una protesta multitudinaria registrada en agosto de 1994, en el Malecón de La Habana, principalmente.
Como sucedió con el 11J, el Maleconazo ocurrió en medio de una profunda crisis económica: la que provocó en Cuba la caída de la Unión Soviética. Y como ha sucedido también tras el 11J, que ha desembocado en una crisis migratoria histórica de cubanos en la frontera terrestre entre Estados Unidos y México, el Maleconazo también desencadenó una salida masiva de personas, en aquella ocasión, en balsas, cruzando el mar hacia Florida.
Pero ambos eventos tienen una diferencia sustancial. El Maleconazo no trascendió de la capital. Incluso en la misma ciudad, una parte de la población no se enteró hasta horas o días después.
En 1994 no había Internet, teléfonos celulares o medios de prensa al alcance de los cubanos que dieran cobertura inmediata a protestas. Los hechos fueron reportados por la prensa extranjera hacia afuera, pero la gran mayoría de la población no se enteró a tiempo y las manifestaciones apenas se extendieron.
Si las protestas de San Antonio de los Baños hubiesen ocurrido en las mismas circunstancias, quizá hubiesen quedado como un fenómeno local, un movimiento que el régimen hubiese podido presentar con facilidad como una protesta contra los apagones.
El 11J, por tanto, sí fue un evento extraordinario en la historia del país. Pero lo que lo desencadenó no fue necesariamente un malestar contra el gobierno mayor al existente en otros momentos históricos, como el Maleconazo. Lo que había cambiado en 2021 eran las condiciones en las que ocurrió la protesta.
La Cuba de 2021 ya no era la de 1994. Las protestas en San Antonio de los Baños ocurrieron en un país con acceso a Internet en teléfonos celulares; un país en el que el Departamento Ideológico del Partido Comunista de Cuba ya no posee un monopolio de la información a la que tiene acceso la población.
A pesar de que el Estado respondió rápido y propició un apagón de Internet que duró días, no pudo evitar que las protestas escalaran hasta un punto que, para aplacarlas, fue necesario detener a cientos de personas y sacar a las calles a miles de policías, militares y contramanifestantes armados con palos.
Esta vez, el Departamento Ideológico no pudo decidir qué contar y cómo, qué hechos omitir o manipular, como había sucedido con anteriores manifestaciones de disidencia de la sociedad civil. Cubanos de todo el país vieron lo sucedido con sus propios ojos.
Esta fue otra de las grandes diferencias entre el 11J y el Maleconazo o protestas anteriores: fue demasiado grande como para ser omitida. Esto rompió la narrativa oficial y la percepción dominante desde fuera, de que Cuba es un país en el que no se protesta nunca.
Efectivamente, en las últimas seis décadas en Cuba se ha vivido lo que en cualquier otro país de la región sería una anomalía: apenas han existido manifestaciones públicas antigubernamentales. El propio Estado se ha encargado de que así sea, hostigando a quien podía organizarlas, asfixiando cualquier forma de organización al margen del partido único.
Pero eso no significa que no hayan existido acciones de la sociedad civil contra el gobierno, primero en el mundo físico y ahora en el virtual.
A pesar del silencio en los libros de historia oficial o los periódicos, en la Isla, antes del 11J, hubo levantamientos armados; grupos de oposición pacífica, miles de presos políticos y prensa independiente que criticaba los abusos o el mal desempeño del gobierno.
En los últimos años un grupo de artistas, el Movimiento San Isidro, hizo fisuras al totalitarismo y desencadenó una movilización sin precedentes en el mundo del arte para reclamar más libertad. Por otro lado, decenas de miles de madres, desesperadas por la falta de alimentos, se han organizado en grupos de Facebook para prestarse entre ellas el apoyo que no reciben del Estado.
Las razones para el malestar, en realidad, nunca dejaron de existir.
Irse es también protestar
Los primeros años posteriores a la Revolución fueron convulsos. Hubo intentos de derrocar al gobierno por las armas, como la invasión de Playa Girón de 1961. Existieron grupos guerrilleros, como los de la Sierra del Escambray que pervivieron hasta finales de la década de 1960. Decenas de miles de personas abandonaron el país en éxodos, como el de Camarioca de 1965, y se establecieron en Miami. Y las manifestaciones de descontento contra la implantación de un estricto modelo soviético en el país no fueron extrañas.
Pero tras este periodo inicial, para la década de 1970, las formas de confrontación al poder se habían vuelto casi inexistentes.
La imagen que difundía el régimen entonces era que todos estaban felices en la Isla. No había nada que reclamar. La “escoria” ya se había marchado.
Pero en abril de 1980 se puso en evidencia que el descontento no había desaparecido. Una ola de protestas terminó desencadenando el llamado éxodo del Mariel, en el que unas 125 mil personas abandonaron el país en seis meses.
Escapar ha sido probablemente uno de los mayores síntomas de hartazgo en Cuba y la manera más recurrente de protestar. La frase “si no puedes cambiar tu país, cambia entonces de país” ha emergido como una especie de filosofía nacional para una Isla de la que salir no es sencillo, ni durante décadas fue fácil hacerlo legalmente, pero que cuenta con una de las diásporas más numerosas de América.
Solo en Estados Unidos, la comunidad cubanoamericana sumaba 2.3 millones de miembros, en 2020, según los datos del último censo de población de ese país. Mientras, la población de la Isla lleva estancada en los 11 millones desde 1997, el número de residentes en el exterior no deja de crecer. Solo entre octubre de 2021 y mayo de este año, unos 140 mil cubanos fueron interceptados tratando de ingresar a Estados Unidos por sus fronteras terrestres, más del 1 por ciento de la población.
Que la migración cubana tiene un componente político resultaba más evidente en la década de 1980, cuando las penurias económicas eran menores y sin embargo miles de personas decidían irse.
“Entonces no había la miseria de hoy o el déficit habitacional. En esos años la mayoría no quisimos irnos por cuestiones tan básicas como acceso a alimentos”, explica Hugo Landa, director de CubaNet, quien estuvo entre los 10.000 cubanos que se refugiaron en la embajada de Perú en abril de 1980, lo que luego desencadenó la crisis del Mariel.
“En 1980 salir de Cuba era casi imposible y eso generaba una sensación de asfixia porque no te podías mover y tampoco había esperanzas de cambio. Se sufría discriminación ideológica, religiosa, por orientación sexual. Te acosaban o te sacaban de las universidades. La vigilancia era constante. Es cierto que no había el hambre de hoy pero la represión era la misma. Además, aún no había antecedente de algún régimen comunista que hubiese colapsado. Aquello parecía eterno”.
A ese sentimiento de frustración Landa agrega como las posibles causas del éxodo del 80, que justo un año antes comenzaron los vuelos de la comunidad cubana en el exilio hacia la Isla. Los “gusanos” que previamente habían sido descalificados por decidir marcharse eran ahora recibidos por primera vez con hoteles y tiendas exclusivas para ellos y sus divisas.
Por primera vez, la población comenzaba a entender cómo se vivía en el exterior y, en especial, en el malvado enemigo histórico: los Estados Unidos. Hasta entonces, los cubanos estaban aislados y desbordados de la propaganda, que solía recalcar los peligros del mundo exterior y lo afortunados que eran por estar a salvo en Cuba. Las llamadas telefónicas internacionales eran muy escasas, apenas se permitían tres minutos antes de que se cortara la comunicación. La población recurría a las cartas, escritas con sigilo, para salir de la burbuja.
Hasta que en 1979 comenzó a permitirse el retorno de los emigrados. Y estos, poco a poco, empezaron a dejar de verse como “escoria”, sino como una fuente de ingresos para el país y una evidencia de que quizá el mundo exterior no era tan terrible como sostenía la propaganda. A lo largo de 1979, cerca de 100.000 visitantes temporales llegaron a Cuba.
“Eso fue un golpe psicológico fuerte para todo lo que nos habían dicho. Esos exiliados llegaron, mejor vestidos y oliendo a perfume, a contar cómo era la vida afuera y muchos queríamos experimentar lo mismo”, explica Landa.
Un año después, en enero de 1980, pequeños grupos de cubanos comenzaron a tratar de ingresar por la fuerza en sedes diplomáticas de otros países para solicitar asilo. El objetivo principal fue la embajada de Perú, en la que primero ingresó un grupo atravesando la puerta con un autobús y en la que se llegaron a acumular unas 10.000 personas en un espacio del tamaño de un campo de fútbol.
Fidel Castro respondió a la crisis abriendo las puertas del país. Unas 125.000 personas fueron distribuidas en embarcaciones que llegaron desde Estados Unidos al puerto de Mariel. El régimen permitió la salida de quienes habían buscado refugio en las embajadas, de personas que vieron en el incidente su deseada oportunidad para emigrar y también de grupos considerados indeseables, como presos, pacientes con enfermedades mentales o personas LGTBIQ+.
La crisis del Mariel, al igual que la de los balseros posterior al Maleconazo o el actual éxodo, facilitado por la eliminación de las visas para ingresar a Nicaragua y desde allí tratar de llegar a Estados Unidos, han sido para los cubanos un modo de mostrar su descontento, de protestar.
Iniciativas cívicas que también son protesta
“Los cubanos no han necesitado crisis (económicas) para estar en contra de la dictadura. Lo han hecho en momentos complejos, como en 1994 y 2021, pero también sin ellos. Pensemos en el Mariel, los alzados, los campesinos que luego movieron a los pueblos cautivos”, responde el historiador Arsenio Rodríguez Quintana.
En los años posteriores a los hechos del Mariel y el Maleconazo, aunque no todas muy conocidas, sí hubo acciones cívicas contra la dictadura, algunas con más impacto que otras. Eso sí, fueron generalmente aisladas y con baja convocatoria.
Los grupos de oposición organizada que existían dentro del país fueron en esta época, entre el final del siglo XX y el comienzo del XXI, los principales actores que pedían cambios. Los integrantes de estos grupos y sus familiares pagaron con sus cuerpos tal afrenta al sistema.
Entre los movimientos de este tipo más importantes se encuentra el Proyecto Varela, promovido por el Movimiento Cristiano de Liberación, del activista Oswaldo Payá. Esta iniciativa, que funcionó entre 1998 y 2004, recogió más de 10.000 firmas para pedir, por cauces oficiales, la convocatoria de un referéndum que condujera a una transición hacia un sistema democrático.
El gobierno no solo ignoró el Proyecto Varela, sino que, en 2003, encarceló a un grupo de 75 personas militantes de los principales grupos de oposición. Esto, la llamada Primavera Negra, desencadenó un movimiento de mujeres familiares de presos: las Damas de Blanco, que lucharon por la liberación de sus esposos, hermanos o hijos y que ha estado activo desde entonces, denunciando la situación de los presos políticos.
El Proyecto Varela y las Damas de Blanco figuran entre las manifestaciones de disenso más reconocidas de este siglo. Pero el hecho de que el gobierno satanizara estos movimientos y persiguiera a sus promotores, sumado a las dificultades de la población para encontrar información independiente –el acceso a Internet prácticamente no existía en Cuba entonces– contribuyó a apagar cualquier llama, antes de que fuese replicada.
En la actualidad, según explica Juan Antonio Blanco, director del Observatorio Cubano de Conflictos, en el monitoreo que realizan han encontrado que las protestas o manifestaciones de descontento son “en su inmensa mayoría iniciadas por ciudadanos sin vínculos con los grupos de opositores políticos”. Tienen como eje demandas económicas, sociales o culturales.
A la par, asegura Blanco, han constatado que cuando arrecia la represión como respuesta a estas protestas, se da la paradoja de que las manifestaciones se incrementan aún más, para denunciar la situación de los presos o los abusos policiales.
Estos ciclos de protesta, limitados pero constantes, sin embargo, no inducen a la población a mayores niveles de organización. “El actual movimiento de protestas, a diferencia de la resistencia armada y la no violenta de décadas anteriores, no está estructurado. No hay secretarios generales, presidentes, ni juntas de coordinación. Por lo que los supuestos ‘cabecillas’ que siempre trata de identificar la Seguridad (del Estado) no existen”, sostiene Blanco.
Internet es un peligro y lo saben
En julio de 2021 ya el país no era el del Maleconazo o el de la Primavera Negra. La mayoría de la población estaba conectada a Internet y redes sociales como Facebook contaban con varios millones de usuarios. Las directas y las publicaciones que salieron de San Antonio de los Baños el 11J llegaron a miles de otros cubanos en otras provincias que decidieron seguir el ejemplo.
El doctor Wilber Álvarez, por ejemplo, que vive en Contramaestre, Santiago de Cuba, relató a CubaNet que él decidió protestar en su localidad al ver en las redes los videos de San Antonio de los Baños y la vecina Palma Soriano. “Facebook y Telegram estaban llenos de videos. Un amigo me avisó que se tiraron para la calle. Él me animó a hacer algo”, explica el doctor en estomatología.
Antes de diciembre de 2018, cuando comenzó el servicio de datos móviles para teléfonos celulares en la Isla, Wilber y su amigo Ibrahim hubiesen tenido muchas dificultades para enterarse de la protesta y ponerse de acuerdo entre ellos para manifestarse.
Con el acceso a Internet solo restringido a lugares públicos muy puntuales, como sucedía hasta 2018, los habitantes de San Antonio de los Baños no hubiesen podido retransmitir en directo su protesta. En el resto del país, los usuarios de la red habrían necesitado horas para enterarse.
Disponer de Internet en todas partes y privacidad para usarlo fue clave para que el 11J sucediera. Y esto es algo que el gobierno conocía, tenía previsto y había tratado de evitar, extendiendo el control que ejercen en el mundo off line a la red.
En 1996, antes de permitir las líneas celulares privadas o que los cubanos accedieran a la web, Cuba reguló Internet por primera vez. El Decreto-Ley 209 estableció que el acceso a las redes de información tendría un “carácter selectivo” y que tendría que estar “en correspondencia con nuestros principios éticos”.
A esta primera norma le siguieron toda una serie de regulaciones cada vez más restrictivas de la libertad de expresión. A medida que el país estaba más conectado, los usuarios de las redes estaban cada vez más amordazados, como puede verse en la siguiente línea del tiempo.
Uno de los puntos culminantes en este avance de la censura no fue la introducción de una ley, sino una práctica que se ha vuelto recurrente: los cortes selectivos de Internet a determinadas personas o en ciertas áreas. El objetivo es claro: evitar que la información se propague y que más personas se sumen a las protestas.
Así ocurrió, por ejemplo, el 26 de noviembre de 2020. Aquel día, las redes sociales y otros servicios súbitamente dejaron de funcionar en Cuba. Uno de los primeros apagones en la corta historia del Internet nacional ocurrió cuando un grupo de artistas del Movimiento San Isidro (MSI), que estaban en huelga en un edificio de la calle Damas de La Habana Vieja para exigir libertad para crear, fueron desalojados a la fuerza.
Los cortes, sin embargo, no pudieron evitar que al día siguiente, el 27 de noviembre de 2020, un grupo de artistas y jóvenes intelectuales se sentaran frente a la sede del Ministerio de Cultura en La Habana para protestar por lo sucedido el día antes y demandar, entre otras cosas, el cese de la criminalización del arte.
En esta protesta, de nuevo, Internet jugó un papel clave, ya que gracias a las redes sociales y sistemas de mensajería los presentes convocaron a otros y para el final de la noche cientos de personas se congregaron frente a la sede del Ministerio. El llamado 27N sería uno de los antecedentes principales del 11J y de la marcha del 15 de noviembre de 2021, el 15N.
Que el régimen aplicara cortes de Internet para tratar de silenciar la represión contra el Movimiento San Isidro era un reconocimiento a la importancia que había adquirido en las redes este colectivo. Pese a estar circunscrito a un grupo de artistas de un barrio de La Habana, muchas de las acciones del MSI se habían convertido en fenómenos de alcance nacional e internacional.
“El manejo que hicimos en redes sociales fue determinante para trabajar y darnos a conocer”, concluye Yanelys Núñez, una de las fundadoras del Movimiento.
Este pequeño grupo de creadores, entre otras acciones, organizó en 2018 una bienal de arte alternativa cuando las autoridades decidieron cancelar la bienal oficial de La Habana sin dar mayores explicaciones.
También protestaron activamente contra la aplicación del Decreto-Ley 349 que criminalizaba el arte independiente. El Decreto no fue derogado, pero aún no ha sido aplicado, algo que habría sido difícil de conseguir sin la presión generada por este colectivo.
“El MSI creó un referente en el imaginario popular en un momento donde había un adormecimiento. Mostramos (al gobierno) que no podían tomar decisiones arbitrarias, de modo unilateral sin que desatasen una reacción”, explica Núñez.
El MSI, hoy con dos de sus miembros en la cárcel y muchos de ellos en el exilio, se ha convertido en uno de los referentes de la protesta pacífica en Cuba. Uno de los integrantes destacados del movimiento, Luis Manuel Otero Alcántara, es también uno de los presos políticos más conocidos del país a nivel internacional, algo a lo que ha contribuido de manera decisiva las campañas en redes que se han organizado para visibilizar su situación.
Activismo en la red
El activismo virtual, de hecho, pese a los esfuerzos del gobierno por evitarlo, se ha convertido en los últimos años en una de las formas de protesta más comunes.
En un país donde hay un influencer preso por burlarse del presidente Díaz-Canel en una directa, atreverse a postear cualquier contenido crítico requiere de valor y es una forma de mostrar disenso en un país en el que las autoridades criminalizan y hostigan a cualquiera que muestre pensamiento independiente.
Protestar no es solo salir a una de las calles más concurridas de La Habana con un cartel que diga “libertad de expresión”, tal y como hizo en 2020 Luis Robles, lo que le costó una condena de cinco años de prisión. No todo el mundo está dispuesto a un nivel tan alto de exposición.
Protestar es también lo que muchos cubanos como Amelia Calzadilla hacen todos los días en las redes. Calzadilla es una madre de tres niños que se viralizó por sus videos en Facebook, criticando la ineficiencia del estado para satisfacer las necesidades más elementales de la población.
Tras ella, salieron decenas de madres a apoyarla y también a protestar porque sus hijos carecen de alimentos, zapatos, medicinas. Este es el origen de un chat de Telegram, Madres Cubanas Unidas, que hoy tiene más de 4 mil miembros. Aunque no han llegado a dar el paso, uno de los temas recurrente que tratan las madres es la necesidad de organizar una manifestación para que las autoridades las tengan que escuchar. ¿Qué las detiene? El miedo.
El grupo, de hecho, ha sufrido boicots y hostigamientos y, según se pudo comprobar antes de esta publicación, ya no es visible, al menos, para algunas usuarias.
Lo que en cualquier otro país sería natural, que un grupo de mujeres se organice para exigir derechos y mejoras para sus hijos en un momento de grave crisis económica, para un sistema totalitario constituye un problema de seguridad que debe ser erradicado.
En esas condiciones, algunos observadores consideran que a la sociedad cubana no le restan otras válvulas de escape que estallidos como el del 11J.
“Creo, que el nuevo estallido ya ha comenzado a generarse”, opina el historiador Arsenio Rodríguez. “Mi temor es que las próximas protestas no sean pacíficas. A los del 11J, que fueron pacíficos, los han puesto en la cárcel. O sea, que quien salga esta vez, y muchos serán familiares de los encarcelados, saldrán sabiendo que tienen que darlo todo pues serán juzgados como criminales. Eso da mucho miedo, pero también el valor de saber que tras la protesta no te queda nada, que tienes que darlo todo”.
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