LA HABANA, Cuba, septiembre (173.203.82.38) – Mi cabeza se niega a dar cabida a una hipotética revolución popular que acabe con la dinastía que mantiene a Cuba estancada, bajo la represión y la desesperanza.
Aunque están presentes algunas causas para que se desencadene el suceso, no existen las herramientas para implicar a un considerable número de ciudadanos que propicien la representatividad de la revuelta.
Al constatar los deprimidos índices de conectividad a internet, y conocer que la telefonía celular tampoco alcanza cifras de consideración, es lógico mi escepticismo cuando algún analista vaticina que se producirán en Cuba protestas masivas que conducirán a la democracia.
A esto habría que añadir el exhaustivo control en el área de las comunicaciones, donde las escuchas ilegales y las clausuras (definitivas o temporales) de sitios web y blogs, rebasan las fronteras de la impunidad.
Es cierto que hay un crecimiento de la beligerancia por parte de la población, pero son hechos aislados y más cercanos a la catarsis que a la determinación de implicarse en un movimiento a favor del cambio.
La opción de mayor arraigo entre la población sigue siendo la de buscar vías para la supervivencia por medio de acciones ilegales que pasan por la corrupción y el tráfico sexual, entre una lista de hechos que escapan a las más avezadas observaciones.
Las condiciones económicas actuales no son semejantes a la situación que se vivió en los primeros años de la década de los años 90, cuando la escasez de alimentos, los cortes del fluido eléctrico, la inflación galopante, el azote de enfermedades motivadas por la desnutrición y la casi total paralización del transporte por falta de combustible, propiciaron conatos populares en Ciudad de La Habana, finalmente sofocados.
En aquel momento el móvil principal de la mayoría de los protestantes era encaramarse en cualquier objeto flotante y escapar a Estados Unidos; o asaltar comercios dolarizados del centro de la capital.
La carencia de motivaciones políticas y las brutales respuestas del régimen, coadyuvaron a la derrota de lo que pudo ser la puerta de entrada a una nueva república.
En 2011 el escenario es más relajado en cuanto a oportunidades de aplacar la pobreza. Por supuesto, como ha sido siempre, despojándose de valores morales y éticos elementales. Apostar por la honestidad en un ambiente tan convulso es casi imposible; nadie puede separarse del delito con tal de cubrir necesidades de primer orden.
Las leves transformaciones encabezadas por Raúl Castro han ido multiplicando el descontento. Para ordenar mínimamente el sistema es preciso despedir de sus puestos labores a más de un millón de trabajadores, recortar subsidios y aumentar el costo de los servicios, sin apenas compensaciones. No estoy augurando una revolución popular a partir de los nuevos ciclos de vicisitudes que esperan a la familia cubana, que ha desarrollado habilidades para sobrevivir en medio de las condiciones más adversas.
Antes que decidirse a pedir reformas a viva voz, el cubano seguirá en sus incursiones en el mercado negro, a merced del alcohol y el sexo como vías de escape, o en busca de una carta de invitación que lo catapulte a otras latitudes.
Hoy existe una mayor disposición para airear las insatisfacciones acumuladas durante años, pero no creo que eso sea un indicador fiable que fundamente el pronóstico de una sublevación a gran escala a corto plazo.