LA HABANA, Cuba, mayo (173.203.82.38) –Aunque la revolución cubana pertenece a los tiempos modernos, las normas internacionales sobre el respeto humanitario hacia los prisioneros siempre las ha incumplido, sobre todo en el Departamento de Seguridad del Estado (DSE), organismo dirigido desde su fundación por el propio Fidel Castro.
Una de las prácticas más crueles del aparato represivo, ha sido utilizar la tortura psicológica como método para doblegar la voluntad del cautivo, aplicada por instructores adiestrados, conocedores de las características psicológicas del ser humano, para que tenga efecto hasta en hombres de agallas. Una de las víctimas de esas prácticas fue el poeta y novelista Heberto Padilla (1932-2000), detenido por Seguridad del Estado por manifestar sus opiniones políticas entre sus amigos.
A través de la viuda de Padilla, Belkis Cuza Malé, que vive en el exilio, se ha sabido que hasta el propio caudillo cubano calificó de error el mea culpa público que fue obligado a hacer el poeta, organizado por la Seguridad del Estado el 27 de abril de 1971, hace cuarenta años, después de haberlo amenazado durante prolongados interrogatorios en una celda tapiada, hasta que aceptara reconocerse culpable de lo que se le ordenaba.
Una semana antes del mea culpa, Fidel Castro había arremetido contra los escritores cubanos y extranjeros que habían apoyado a Padilla, llamándolos basura y ratas, en el discurso de clausura del Congreso Nacional de Educación y Cultura.
Aquel 27 de abril, aproximadamente cien escritores fueron localizados por teléfono y citados para que acudieran a una reunión urgente en la Sala Villena de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. Sus nombres aparecían en una lista que alguien revisaba a la entrada de la sala.
A la hora señalada llegaron Heberto y su esposa Belkis. El poeta comenzó a hablar. Parecía sereno, dueño de sí. ¿Realmente tenía interés en convencer a sus amigos intelectuales?
Lo acordado con la policía política era decir que estaba arrepentido de sus opiniones sobre la realidad del país, la libertad de expresión, los problemas económicos. Virgilio Piñera lo escuchó, aterrado y escondido detrás de una columna.
Norberto Fuentes pidió dos veces la palabra para renegar de sus comentarios, hechos a Heberto en sus conversaciones. José Lezama Lima no acudió a la cita. Dicen que hubiera muerto allí mismo de un infarto, al ser acusado de cómplice. Nicolás Guillén, como buen conocedor de las purgas y crímenes de Stalin, se quedó en su casa, acostado, “con gripe”.
¿A quién convenció Heberto, me pregunto hoy, si como dijo poco después: “No hay poesía que secunde a un tirano, porque cada verso es un dardo contra su existencia, cada línea su enemigo mayor?”.
Cuando el autor de Fuera del juego terminó de explicar que había cambiado de criterios en una celda tapiada, un extraño silencio antecedió a los aplausos. ¿Se trataba de una prueba de que ninguno de los allí presentes aceptó que le taparan el sol con un dedo al poeta?
Heberto Padilla jamás hizo mal a nadie. A partir de aquella noche, como todo poeta amante de la vida y del amor, continuó luchando por su libertad y por la libertad de la mujer de su corazón.