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Reconciliación nacional: ¿Cómo y con quién?

LA HABANA, Cuba, diciembre, 173.203.82.38 -Cuba necesita de una transición formal, no solamente económica y política, sino también espiritual. A esa transición, deseable por su integridad y espíritu regenerativo, se le suele dar el nombre de “reconciliación”. Pero es necesario definir antes algunas preguntas: quiénes deben reconciliarse, con cuáles ideas o principios deben reconciliarse, cómo pueden reconciliarse, y para qué deben reconciliarse –si es que existe algún imperativo en la consciencia nacional, de tipo moral o psicológico.

Este concepto guarda además una ilusión, o una sublimación romántica, y es la creencia de que los cubanos –antes de 1959– vivían en armonía y concordia, conciliados por unos valores que ya se han perdido. Pero como ha señalado Jesús Díaz en su ensayo “Dieciséis notas sobre el desequilibrio cubano” (incluido en el libro Bipolaridad de la cultura cubana, Centro Internacional Olof Palme, 1994) la historia de Cuba puede contarse como una historia de la desmesura, los desequilibrios raciales, económicos, los contrastes sociales, las asimetrías de poder; y en la que, como si fuera un cuadro tenebrista, predominan zonas de intensa luz, y negras sombras; a lo que añado –en el campo ideológico– la disyuntiva entre opuestos que se excluyen, la rebeldía como forma primaria de libertad, el juicio categórico, con pretensiones de dogma, y que al final se diluye en ambigüedad, o en la utopía, la negación acrítica del pasado, y el mito de un re-nacimiento histórico ex nihilo.

¿Qué tiene que ver eso con la reconciliación? Que hay que renunciar a fantasías heroicas, y curarse de muchos complejos: el de vencedores, y el de vencidos, el complejo de “cruzados” (o de “elegidos”) con una misión histórica, y el de víctimas, con un destino fatal. La reconciliación es básicamente un proceso de terapia, de catarsis, de sanación colectiva, que no tiene un principio ni un final visibles. A diferencia de otros procesos, como el de la Revolución, éste no se podrá medir por la creación o abolición de leyes e instituciones, ni por la entronización de una ideología. No habrá un Ministerio de la Reconciliación Nacional, pero creo que debe haber un Ministerio de Justicia con la autonomía suficiente para enjuiciar –con apego a las leyes vigentes– las más graves violaciones a los derechos humanos cometidas durante esta dictadura, y comisiones de la verdad, que se ocupen de la restauración moral y de la justicia a la verdad histórica.

Una Comisión para la Verdad y la Reconciliación (como la de Sudáfrica) sólo podría organizarse en los albores de una democracia constitucional, y sus conclusiones serían el epitafio de las mentiras de la Revolución. En sus audiencias públicas, podrían dar testimonio las víctimas, y también los victimarios. Incluso, los que quieran participar en un mejor esclarecimiento de la verdad, pudiesen recibir una amnistía, y hasta ser testigos protegidos, siempre y cuando declaren toda la verdad, y afirmen públicamente su arrepentimiento. Pero más importante que juzgar a los autores materiales de las violaciones a los derechos humanos, es conocer quiénes fueron los autores intelectuales, los que dieron la orden, y apuntaron con el índice; en resumen, descubrir quiénes fueron los máximos responsables de las decisiones que le han costado la vida a miles de cubanos, directa o indirectamente; pues no solamente ha habido crímenes políticos, sino también económicos. Los delitos pueden prescribir, pero la verdad histórica no.

Que no haya una Inquisición, ni autos de fe, o tribunales anticomunistas, que sean la contraparte de aquellos “tribunales revolucionarios” de 1959, pero tampoco el “vamos, todo el mundo en la cola, derechito, y con el perdón en la mano”, ni el “olvídense de eso, que ya todo pasó”, y mucho menos el “aquí no pasó nada”. Quienes sean incapaces de perdonar, tal vez por la gravedad de su sufrimiento, o de su frustración, deben al menos tener el derecho a ser consolados por una justicia humanitaria e imparcial, que les restituya en parte su ya lastimado decoro, y les permita comenzar a hacer su duelo –al fin– en paz.

La justicia nunca será completa, ni perfecta, pero su ideal atrae y fortifica más a los hombres, que a las plantas los rayos del sol. Incluso su paradigma más neutro, la Ley del Talión, sólo puede hacer equivalencias formales, pues el ojo de un inocente vale tanto como el ojo de un malvado, y el daño no se restaura. “Ojo por ojo, y todo el mundo acabará ciego”, decía Mahatma Gandhi; pero quizás pudieran redimirse los ojos del agresor, si éste le regalase su videncia al agredido, y fuera el lazarillo de su mutilado; o sea, lo indemnizara.

El problema esencial no es reconciliar a los cubanos de la Isla, cuyas almas han sido dibujadas por una ideología, con los que viven hoy en el exilio; ni la meta debe ser tampoco que los represores y los reprimidos lleguen finalmente a confraternizar. Por ejemplo, sería muy improbable ahora que un policía y un disidente vayan a tomar cerveza juntos; pero no sería extraño en un Estado de derecho, ya que los dos serían entonces, simplemente ciudadanos.

El problema esencial es poder conciliar a todos los cubanos con un ideal de democracia, y con esa verdad histórica que ha sido camuflada, deformada, y preterida, y sólo puede contarse bien desde todos los ángulos, y desde todas las voces. Este gobierno, que ha erigido su verdad como la única Verdad, ha cultivado la discordia, los prejuicios, la intolerancia y la bobería. Hoy, renacer como nación significa cultivar los principios de respeto y tolerancia, sobre los cuales se basa el diálogo y la convivencia pacífica. Debe aprenderse a reconocer la diversidad política más como una fuente de riqueza cultural y equilibrio social, que como un peligro. Sólo a través del aclaramiento y la aceptación de la verdad histórica, y del consenso en las ideas, y en los principios éticos y políticos fundamentales, podrán los cubanos intentar una reconciliación entre sí, y consigo mismos.




Reconciliación de rosca izquierda

LA HABANA, Cuba, abril, 173.203.82.38 -Parece que los caciques de Cuba también se han propuesto adaptar a su modelo propio el término reconciliación. De pronto, vemos a sus adláteres de afuera y adentro empeñados en hacernos creer que buscan sinceramente la reconciliación entre los cubanos de allá y de acá. Pero ocurre que para reconciliarnos, primero necesitaríamos estar peleados. Y obviamente, los cubanos de a pie nunca nos hemos peleado entre nosotros. En todo caso, tanto los de allá, como muchísimos acá nos peleamos solamente con el régimen.

Los caciques y sus adláteres debieran empezar por dejar claro el tipo de reconciliación que tienen en mente. Porque si lo que intentan es atraer y acordar los ánimos desunidos de nuestros emigrantes y exiliados, con respecto al poder en la Isla, la reconciliación es fácil, y queda completamente en manos del cacicazgo. Sólo tendrían que renunciar al poder, propiciando el paso a un sistema democrático, con igualdad de condiciones y de participación para todos los cubanos.

En caso contrario, que es el caso, tal vez el régimen debiera concentrarse, por lo menos, en la procura de una posible reconciliación entre sus fuerzas represivas (policía, Seguridad del Estado, tropas antimotines, brigadas de respuesta rápida, delatores, dirigentes corruptos, generales, comisarios políticos…) y el pueblo, dirimiendo leyes y ordenanzas que nos hacen irreconciliables.

Pero como ello no es factible, ya que no se contempla en su modelo de reconciliación con rosca izquierda, entonces nos conformamos con que se concentren en la prevención y en la evitación de que en un futuro los cubanos blancos y negros no necesitemos reconciliarnos. Pues, tal como van las cosas, peligra nuestra armonía, y es por la misma razón de siempre: el prejuicio y la bruta discriminación, condicionados, ambos, por la desidia histórica del régimen ante el asunto.

Mientras ciertos personeros del cacicazgo, autotitulados antirracistas, se conforman con que los estén dejando formular algunas puntualizaciones (siempre en el tono de tímidas sugerencias, dicen que para perfeccionar el socialismo), los negros de aquí tocan fondo en materia de pobreza y falta de oportunidades. Están al borde del colapso social, y están a solas con ellos mismos, enfrentando las consecuencias de un impasse de más de medio siglo en su lucha por el progreso.

A la vez que aumentan las diferencias socio-económicas entre cubanos, un fenómeno en el que, como siempre, los negros tienen las de perder, se va calentando el clima de rencilla y desconfianza y de rechazo a priori ante el otro. De un lado, los perdedores, que se refocilan en la lógica y hasta justa roña, apartados en sus tugurios de mala muerte. Del otro lado, los pobres “ganadores”, que empiezan a mirar hacia abajo por encima del hombro. Y abajo, claro, es donde están los negros, posiblemente más abajo (pero, en todo caso, igual de hundidos) que como los encontró la revolución, hace más de 50 años.

Hay que ser demasiado optimista, o inocente, o ciego para no vislumbrar en este cuadro el germen de discordias –violentas o no, nadie podría predecirlo con seguridad-, que empezaron siendo, sobre todo, de carácter socioeconómico, pero que traen en la base y en la praxi graves implicaciones raciales.

Aunque sea con voz temblante, los personeros oficiales que se autitulan antirracistas debieran aconsejarle al régimen que, si en verdad le interesa la conciliación entre cubanos, no debe desperdiciar su última oportunidad ensayando manipulaciones inútiles, sino aprovecharla en la búsqueda de remedios que ayuden a desenredar los hilos de este drama socio-racial, que ya erupciona a ojos vista, sin que la mayoría de nosotros queramos darnos por enterados.

La peor gestión es la que no se emprende. Por más que resulte imposible hacer en tres días lo que no se hizo en 50 años. Y aun con el agravante de que la conciliación que pretende el régimen no está inspirada por un verdadero deseo de deshacer su propio entuerto, sino por el apuro de disfrazarlo, para seguir medrando a costa de lo que se pregona sólo para que aparezca en las estadísticas.

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