LA HABANA, Cuba.- Hay libros que tienen sabor. O mejor dicho: sabores. Muchos y viejos sabores. Cuba en sepia, de José Antonio Michelena, ya nos adelanta, con el color en el título —y en la portada de Darwin Fornés—, un agradable sabor antiguo.
Es un periodismo este que ya escasea mucho. En la introducción, Leonardo Padura señala que “desde los albores mismos de la literatura cubana, la crónica y el artículo periodístico de costumbres ha ocupado un lugar central —y creo que todavía poco valorado— en la fijación de las características y tipificaciones de la realidad y la espiritualidad nacional”.
Nos recuerda, además, cómo “es prácticamente imposible encontrar” algún gran autor cubano del siglo XIX que no cultivara este género periodístico. En el XX vendrían los más cercanos Álvaro de la Iglesia, Renée Méndez Capote, Eduardo Robreño, Emilio Roig de Leuchsenring e incluso las deliciosas Estampas de San Cristóbal que publicó Jorge Mañach en los años 20.
José Antonio Michelena (Jaruco, 1947) es un escritor, periodista y editor de larga experiencia en la investigación acuciosa entre libros y en la búsqueda paciente por laberintos de hemerotecas y remotos archivos, y las crónicas recogidas en Cuba en sepia aparecieron en la sección “Cuba, más acá del olvido”, de la revista Cultura y sociedad —publicación periódica de la oficina cubana de la agencia Inter Press Service (IPS)—, y luego fueron rescatadas por Ediciones Boloña en 2015 como libro que, por fortuna, está nominado a Premio de la Crítica.
Encontramos en esta selección de crónicas y artículos de costumbres, entre apelaciones de escrupulosa historia, entre piratas, corsarios y gobernadores primados, una gráfica descripción de la villa de San Cristóbal en 1555, que termina con una aguda pincelada de humor: “Según hemos visto, muchas cosas (el afán de vivir en La Habana, la temporada alta del turismo, la emigración ilegal…) tienen más de cuatro siglos en Cuba”.
Michelena nos hace vivir, con trazos ágiles y vívidos, las aventuras de las imprentas pioneras, de la llegada del ferrocarril —“el primer camino de hierro en Iberoamérica, que clasifica como segundo en América y quinto entre todas las naciones del mundo”— y del tranvía, de la primera Feria del Libro en La Habana en 1937; nos esboza el nacimiento en Cuba del cine, cuya magia se mezcló al principio con la magia del circo.
Nos regresa olores y sabores de la Nochebuena —¡aquella Nochebuena!—, que ya no existen. Nos pasea por las primeras boticas y por las peleas de gallos y las humanas peleas que siempre rodearon ese espectáculo. Nos esboza las polémicas permutaciones de nombres que han sufrido importantes calles de La Habana y nos regala una enjundiosa “alabanza del pregón y del refrán”.
Por estas páginas en sepia de Michelena conocemos la significativa historia —con muerte y resurrección incluidas— del “pan con timba”, y, un instante después, nos enteramos del afilado sentido del humor del mismísimo General Máximo Gómez, para luego entrar en el mundo perdido de los cines de pueblo, “cuando vimos a sala repleta, en estado de éxtasis, Prisionero del rock and roll y otras películas de rock, antes de que esas cintas pasaran al inventario de “los problemas ideológicos”.
Nos encontramos lo mismo al asombroso Ernesto Carricaburu, héroe de la velocidad sobre ruedas, campeón de la primera carrera internacional automovilística celebrada en Cuba —y luego también campeón nacional de ciclismo—, que a la gran Sarah Bernhardt y al torero Mazantini en afamado romance, que mucho hizo hablar a la sociedad farandulera; o a una Edith Piaf que impactó al público habanero por su sencillez tanto como por su arte.
En ese muestrario de personajes cobra gran relieve un Antonio Machín, en la península ibérica considerado “el más cubano de los españoles y el más español de los cubanos”, elogiado por Alejo Carpentier y reverenciado por generaciones de enamorados, que en la Cuba de hoy es recordado solo por los más viejos y para la mayoría resulta un perfecto desconocido.
Y no olvidaremos la estampa del asturiano Manuel Pérez Rodríguez, Bigote de gato, a quien el autor llama “un adelantado del performance, un Andy Warhol de la cantina”, en cuyo bar se ofrecía, además de bebidas, comida típica de España y de Cuba durante las veinticuatro horas del día, y donde nació “el Club de los Noctábulos, una institución para la que no se precisaba más actitud que la de entender la vida como una gran joda”.
Cuba en sepia nos devuelve incluso sabores que nunca conocimos, pero sobre todo nos trae de vuelta algunos esbozos de una Cuba que nos cuesta mucho trabajo reconocer por debajo de la piel de este aquí en este ahora. Al final, claro, siempre podemos recuperar, y nutrirnos de ella, aquella Cuba, con la nostalgia de la mirada o con crónicas como estas, deshacedoras del olvido.