LA HABANA, Cuba.- En las últimas horas me he enterado de noticias cuyos protagonistas parecen empeñados en hacer realidad las palabras del conocido dicho popular: “El camino de lo peor es infinito”.
Primero supe de la arbitraria decisión tomada en Venezuela por Nicolás Maduro y aplicada por los “militares bolivarianos”, un grupo humano cuyo hipertrofiado generalato (¡varias veces mayor que el de Estados Unidos!) está acusado de vínculos con el contrabando y el narcotráfico. Cumpliendo órdenes de su “Comandante en Jefe”, miembros de la fuerza armada cerraron un puente fronterizo con Colombia.
Se trata de uno de los puntos por los cuales filántropos extranjeros aspiraban a hacer llegar a la Patria del Libertador la ayuda humanitaria que los Estados Unidos, la misma Colombia, y otros países, han ofrecido para paliar la hambruna que, gracias al socialismo, padece el pueblo venezolano. Aunque los habitantes de ese país se ven obligados a comer de la basura para no morir de hambre, dice Maduro que allí no existe una situación de emergencia alimentaria.
Cuando aún yo no había salido de mi asombro ante la insensibilidad y el descaro de los “socialistas del Siglo XXI”, vi otra información no menos anonadante: Un tal Raphael Samuel, de 27 años, ciudadano de la India, decidió presentar una demanda contra sus progenitores por haberlo traído al mundo “sin tener su previo consentimiento…”
Contra lo que cabría esperar, el ideador de esta demencial reclamación afirma poseer “una excelente relación con sus padres”, y asegura que “ha gozado de una buena vida”. Él exhibe su exuberante barba —digna de un pope ortodoxo— en un afiche cuyo lema, en inglés, afirma: “La procreación es el acto supremo de maldad”.
El demandante y otros exaltados que piensan como él militan en el autodenominado Movimiento Voluntario para la Extinción de la Especie Humana. El señor Samuel plantea: “No veo por qué debería someter otra vida a la locura de ir al colegio y después a la búsqueda de un trabajo, especialmente cuando no pidieron existir”.
Las notas de prensa no especifican qué reacción han tenido los órganos de justicia ante el ejercicio de esta insólita acción. Como jurista, pienso que lo único procedente es rechazarla de plano. ¿Cómo va a admitirse la validez de una demanda, basada en la supuesta falta de consentimiento de una persona, si ésta no podía otorgarlo por una razón sencilla?: ¡No existía! El derecho es lógica; la iniciativa podrá ser harto original (¡y vaya que ésta lo es!), pero situaciones antijurídicas de este tipo no deben ser avaladas por un tribunal.
En un plano más general, comento que la loca reclamación del indio constituye una manifestación más del relativismo moral tan en boga en años recientes. Este último se transparenta en las costumbres y también en osados ataques a instituciones cuya notable antigüedad las ha hecho respetables.
Esto lo observamos, por ejemplo, con el llamado “matrimonio igualitario”. En Cuba, este tema acaba de dar lugar al más grosero de los escamoteos realizados por el régimen castrista contra la voluntad popular, expresada durante el recién concluido proceso de debate ciudadano de la nueva Constitución, elaborada bajo la égida de Raúl Castro.
El precepto más debatido del Proyecto fue el que cambiaba la definición del matrimonio (unión de un hombre con una mujer), por la frase que seguramente recomendó la “sexóloga en jefa”, Mariela Castro (quien, como se sabe, es la hija predilecta del Primer Secretario del partido y entonces aún Jefe del Estado y el Gobierno): “la unión de dos personas”.
A pesar de la inconformidad abrumadoramente mayoritaria del pueblo con esa propuesta (algo que reconoció la prensa del régimen), los castristas, para complacer a doña Mariela, se negaron a aceptarla. En definitiva, le dieron al precepto una redacción que dejará la definición final de esa institución para más adelante: cuando en un plazo de dos años se discuta el nuevo Código de Familia.
Quizás alguno piense que ese rechazo al matrimonio igualitario es una manifestación de homofobia del pueblo cubano. No lo creo así. No se conoce —por ejemplo— que haya habido alguna oposición significativa a que la carta magna prohíba la discriminación por motivos de “orientación sexual”.
Creo que tampoco habría sido rechazada una propuesta para formalizar de algún otro modo las uniones entre individuos del mismo género que lo deseen, y para dotarlas de efectos civiles análogos a los del matrimonio. Se trata de una aspiración legítima de esos compatriotas, algunos de los cuales —por ejemplo—, tras convivir con su pareja durante decenios, han sufrido la injusticia de no poder pasar la vivienda a su nombre por no existir una regulación legal que lo permita.
Pero eso es una cosa y otra bastante distinta —para ser exactos, muy distinta— es pretender dinamitar una institución milenaria como la del matrimonio, que incluso es anterior al surgimiento del Estado. Ella ha existido siempre como el vínculo entre dos personas de sexos opuestos y ahora se pretende cambiar esa realidad de un plumazo.
En medio de ese relativismo moral que yo mencionaba párrafos atrás, surgen quienes no sólo plantean la posibilidad de que se celebren bodas entre individuos del mismo sexo. Para los más extremistas de entre ellos, se trata, en la práctica, del único tipo de unión que merece el pleno reconocimiento y el apoyo decidido de las autoridades.
Y ahora los izquierdistas carnívoros de Cuba, guiados en este terreno por la “Sexóloga en Jefa”, se suman a esas posturas. Olvidan —pues— a su guía y mentor Fidel Castro. Él fue (que se sepa), el único jefe de estado del mundo que ha arremetido desde una tribuna, de manera pública y muy difundida por todos los medios masivos, contra un grupo de ciudadanos (los homosexuales) por el solo hecho de tener preferencias diferentes a las de él mismo.
Confiemos en que la demencial demanda de Raphael Samuel alcance el rechazo tajante que ella merece. Y esperemos también que la Constitución raulista reciba, en el referendo del próximo 24 de febrero, la repulsa de la mayoría del electorado. Y no sólo por la manipulación que se hizo en ella del tema del matrimonio, sino también por otras incontables razones que justifican plenamente esa postura.