LA HABANA, Cuba.- Cuenta Margaret Randall, en la página 37 de su libro Cambiar el mundo, Mis años en Cuba, que a los pocos meses de morir Ernesto Che Guevara, tuvo oportunidad de conocer a Celia Guevara, la hermana del Che.
Casi a diario ambas realizaban largas caminatas por el Malecón de La Habana cuando caía la tarde y que ella no olvidó nunca aquella ocasión cuando Celia, saliendo del baño del lobby del Hotel Habana Libre, con uno periódico en mano y un gesto sardónico en la mirada, le dijo:
“Amiga, por mucho que trato, no me acostumbro a limpiarme con la cara de mi hermano.”
A continuación, Randall aclaró que por ese entonces, el papel higiénico había pasado a ser un lujo, incluso hasta en los hoteles cinco estrellas.
Era los años en que Fidel Castro ya había destruido la floreciente economía cubana a patadas, con sus botas militares y con la ayuda, por supuesto del Che y de su hermanito Raúl.
Eran los años en que más interesaba a ellos crear dos, tres, cuatro Viet Nam en América Latina contra Estados Unidos, que producir cosas materiales para que la vida de los cubanos fuera más placentera.
Pasaron los años y en 1970, conocí la anécdota de la hermana del Che por boca de Margaret. Habían transcurrido más de cuatro años y ni ella ni yo, cada cual en sus respectivos apartamentos, podíamos adquirir papel higiénico para nuestras casas.
Un día, mientras Margaret me hacía saber que en Estados Unidos el “toilet paper” para el baño y para la cocina no representaba un lujo, sino una necesidad de todos, le conté aquella impresión que recibí en mi vida cuando por primera vez vi un rollo de papel higiénico, entre las cosas que mi padre había comprado.
Fue en 1949, cuando vine a vivir a La Habana con mis padres. Yo tenía diez años. La Habana era todo un paraíso terrenal, no sólo porque hubiera papel higiénico, sino por los baños de las viviendas, verdaderos baños en comparación con los de mi pueblo villaclareño, por sus letreros lumínicos que daban alegría en las calles, sus aceras impecables y avenidas muy limpias y bien cuidadas, sus vidrieras, un regocijo para la vista de los caminantes.
-A Camajuaní no vuelvo más -le dije a mis padres-. Y cumplí con mi palabra, porque para atrás, ni hablar.
Pero Fidel y su hermano Raúl nos castigaron a todos. Empezamos a ir para atrás como el cangrejo y hasta vivimos un montón de años sin papel higiénico, sin vidrieras, sin letreros lumínicos y sin tiendas.
La Habana se transformaba en una ciudad triste, gris y negra, aburrida, sin colorido alguno porque tampoco había pintura para darle.
Todo eso lo he recordado hoy mientras conversaba con mi amiga Yolanda, madre de dos niños que estudian en una escuela primaria, aquí en Santa Fe, y que disgustada, me dice que sus hijos le contaron como desesperados, acuden a las páginas de los libros, cuando tienen necesidad de ir al baño, para no regresar al aula sucios.
Entonces deseé que alguien, un ser milagroso, le hubiera lanzado desde el cielo un rollo de papel higiénico, para que la preocupación desapareciera del rostro de mi vecina.
Por último, para sacarla un poco de su pena, le hice la historia de los rollos de papel higiénico que yo compraba en Japón en 1972. Algunos con dibujos de florecitas primaverales en miniatura, otros con muñequitos de los comics de la televisión y sorpréndete, le dije, hasta perfumados, tan perfumados que si hago un esfuerzo, recuerdo el aroma de aquellos rollos, verdaderas obras de arte, como todo lo que hacen los japonés para alegrar la vida de su pueblo.
Hoy, en la mayor de las Antillas, seguimos en lo mismo: los viejitos hacen su cola cada mañana y adquieren su periódico para la casa, donde aparece infinidad de veces la cara de Fidel, de Raúl y del Che.