LA HABANA, Cuba.- La Habana, el país todo, despierta cada día en medio de grandes sobresaltos, y el jueves último no fue diferente, fue peor. Un ruido que tenía apariencia de hecatombe despertó a los vecinos en mi barrio del Cerro, y luego corrió la noticia sin recato; la parte trasera de un viejo edificio había colapsado y algunos de sus habitantes estaban atrapados debajo de una descomunal escombrera, eso decían. Y la noticia resultó terriblemente cierta. Ahí estaba el desastre, el caos, haciendo que llegaran los rescatistas, obligándonos a pensar en la muerte, que es sin dudas lo peor.
Los vecinos se miraban aterrados, indagaron desde lejos en los escombros deseando que todo no pasara del desplome, que no apareciera nada más que lamentar. Una señora que tuve cerca todo el tiempo espió cada movimiento del perro al que los rescatistas pusieron en lo más alto para que escogiera luego el camino, para que su olfato, la “experiencia”, lo guiara, lo llevara hasta el cadáver. Esa señora rezaba, según dijo luego, para que los perros se equivocaran cada vez, para que nada encontraran, pero alguien aseguró haber percibido ciertos movimientos.
El tiempo se hizo largo, y muchos querían ver con los ojos de esos perros que rastrearon, y otros no querían ver nada, pero se quedaban, quizá esperando un grito jubiloso que devolviera la vida de aquel hombre, el que alguna vez fue carnicero, aquel que, según dijeron, era jacarandoso y buena gente, pero que esta vez no tuvo suerte. El perro dio con el paradero del hombre, con el carnicero sepultado por la avalancha, por aquella abundancia de escombros. Ese fue el peor instante, cuando llegó la certeza de la muerte y el llanto de una mujer joven; dijeron que era pariente, que era la hija del hombre muerto.
Así fue que cesó el murmullo. El silencio fue absoluto, se apoderó de todos los “intrusos”. La gente se miró y miró al muerto desde lejos, y siguió en silencio, con ese silencio solemne que algunas veces acompaña a la muerte, sobre todo a esa que no es esperada, esa que no llega tras el jadeo incesante de los últimos días, esa que no tiene tanto que ver con la naturaleza y sus designios, con la que se hace anunciar por el ahogo que lleva a la quietud infinita.
Esos habaneros mantuvieron un silencio grave, el más solemne que pueda imaginarse, pensando en ese hombre que se tendió en su cama en la noche sin temer a la muerte, sin saber que esta lo sorprendería en la mañana, que llegaría con las primeras luces. Ese hombre no estaba aún preparado para la muerte, y mucho menos para que fuera su casa, esa que lo cobijó durante tanto tiempo, quien la provocara.
No fue una enfermedad quien lo mató, no fueron unas células enfermas las culpables. Fue un país, un país destruido, tan viejo y enfermo como su casa, un país tan achacoso como esos seres que mueren en la sala de hospital. A este hombre lo mató la desidia de un gobierno enfermo e indolente. Al carnicero lo mató un viejo régimen, muy terco, que dejó que su casa envejeciera demasiado, tanto que no pudiera mantenerse en pie, que se fuera al suelo cayéndole encima.
Un país debe ser lo más parecido a una casa, y poco importa que sea grande o pequeña, lo más importante es que resulte acogedora, que proteja como una madre, que cada día se retoque y no solo para las “fiestas”. Una casa debe ser siempre, como el país, generosa y ordenada, que con sus virtudes propicie, asegure, la felicidad. Una casa y un país deben ser lo mismo; abrigo, garantía, seguridad, el más quieto remanso de paz. Un país tiene que ser, como la casa, un amante generoso. Un país que no cuide sus casas no es un país, no es un amante leal, y hasta puede terminar como esa casa que alguna vez se levantó con fuerza en la calle Colón, entre San Cristóbal y la Calzada del Cerro. Y ojalá este país resulte ser, alguna vez, una casa segura.