LA HABANA, Cuba.- Si mal no recuerdo, en cierta ocasión César López se puso un traje de disidente, él que era un césar pequeño del Olimpo cubano, y se lo tragó de un bocado Fidel Castro.
“El iluminado” que nunca quiso o no pudo ser poeta entró por el aro como mansa paloma —a muchos ocurrió igual—, pero con la diferencia que otras palomas saltaron de nuevo a su palomar, y retornaron al estatus de disidente, lo que para el dictador era como convertirse en “cucarachas por aquí y por allá”.
El pasado 7 de abril anunció la poetisa Nancy Morejón, en Granma, que César López murió a los 86 años. Entonces me da por recordar cuando César y yo, él que no era amigo de nadie, fuimos amigos obligados por las circunstancias. Andábamos por los mismos caminos de la poesía y de la política laberíntica del castrismo: capaz de juntar buenos y malos, pero gobernados por el más malo de todos.
Conclusión, que César ni el resto de quienes lo rodearon para dirigir ese engendro de la UNEAC, que firmaban órdenes de expulsión a troche y moche por razones baladíes como si se tratara de insectos que caminaban erectos con sus pies, en vez de seres pensantes vestidos a la moda que, como aquel niño de la fábula de Christian Andersen, se atrevían a decir públicamente “el rey va desnudo”.
Pero César era López de apellido. En nada podía igualarse a los césares de Roma. El López lo llevó a cuesta como una mochila inseparable de su cuerpo. Pobre. Yo lo vi tartamudear una vez en la calle, cuando le pregunté qué había sentido al estrechar la mano del tirano sucesor, con sus estrellitas militares que le pesaban demasiado en los hombros, porque el Socialismo sacudía tanto la arboleda cubana que esta quedaba más desnuda que el rey aquel de la fábula.
¿Qué me respondió? Ni lo recuerdo. César López acostumbraba a darle un tono muy original al castellano cubano y al movimiento interno de su lengua entre los dientes para que muy pocos lo entendieran, una jerigonza muy parecida a lo “Barnet” y a otros que mejor no digo.
En fin, que tal parece que la “oveja negra” de la familia se ha quedado para despedir desde la puerta de mi casa a esos que se mantuvieron hasta el final, esos que, aunque sin calzoncillos modernos, aceptaban a regañadientes las migajas que les ofreció Fidel antes de morir, algún viajecito al extranjero, con Ladas o Moskovichs soviéticos a su llegada, y las consabidas brigadas de los muchachos de la Seguridad del Estado para mantenerlos bajo su mirilla telescópica como niños obedientes.
Sí, tengo razones para perdonarlo, para aclarar que cuando termine esta crónica, jamás volveré a recordar su nombre. Es mejor olvidar a los flojos de piernas, sobre todo si entre las piernas no tienen lo que tienen que tener.
Le di mi pésame ese mismo día que murió y le deseé buen camino hacia “el más allá”, donde se habrá reunido al fin con José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Heberto Padilla y otros, para pedirles perdón y no volver al asiento que ocupó siempre: el último del Infierno de Dante, donde hablaba con la lengua enredada ante el micrófono de Abel Prieto, porque donde decía Diego, quería decir “digo” o algo peor, mientras admiraba el atuendo del tirano, negado a reconocer que “el rey va desnudo”.
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