LA HABANA, Cuba.- Este 11 de julio sucedió lo que desde hace un tiempo se veía venir. El pueblo cubano, de manera espontánea, se lanzó a las calles en protesta por las terribles condiciones de la vida diaria en la isla: desabastecimiento, colas y un manejo inadecuado de la pandemia de COVID-19 por parte de las autoridades. Pero en medio de todas esas reclamaciones sobresalía el grito de ¡Libertad!, en boca de los manifestantes. Sin dudas, un indicio de que se pedía también el fin del régimen dictatorial que padecemos los cubanos.
Los analistas de la realidad cubana apuntan que esta jornada de protestas es la mayor observada en la isla desde el Maleconazo de 1994, cuando cientos de personas salieron a las calles de Centro Habana, agobiadas por las duras condiciones que imponía el Período Especial. Sin embargo, a diferencia de aquel suceso, esta irrupción de pueblo no se circunscribió a una localidad de nuestra geografía. La multitudinaria manifestación que tuvo lugar en el municipio artemiseño de San Antonio de los Baños fue secundada por protestas en Palma Soriano, Camaguey, Ciego de Ávila, Bauta, Pinar del Río, La Habana, y otras localidades del país.
La reacción de la maquinaria del poder siguió el ritual al que nos tiene acostumbrados. En primer término, culpar al gobierno de Estados Unidos, al que considera el autor intelectual de las protestas. En segundo lugar no admitir que se trató de una rebelión espontánea del pueblo, sino insistir en el supuesto protagonismo de los que consideran “mercenarios pagados” al servicio del imperio.
El gobernante Miguel Díaz-Canel, fiel a las enseñanzas de sus mentores Fidel y Raúl, aplicó la vieja y dañina estrategia de echar a fajar a unos cubanos contra otros, como parte de las consignas ¡la calle es de los revolucionarios! y ¡la orden de combate ya está dada! Tocó entonces a la carne de cañón del régimen (militantes del Partido y la Juventud, intelectuales amaestrados, ciertos empleados estatales que no desean perder las prebendas que disfrutan, así como integrantes de las brigadas de respuesta rápida) enfrentar a sus hermanos que protestaban en las calles.
En el plano informativo asistimos a otra muestra de la hipocresía que corroe a los gobernantes cubanos. Ellos, que con tanto entusiasmo brindaron una amplia cobertura de las protestas populares en varios países de nuestra región, las que calificaban de legítimas reclamaciones contra las políticas neoliberales, ahora se niegan a aceptar que el pueblo cubano posea el legítimo derecho de rebelarse contra las autoridades de la isla. Para el oficialismo cubano, los que salieron a las calles de Colombia para arremeter contra el gobierno de Iván Duque eran auténticos exponentes del pueblo de esa nación.
En cambio, los manifestantes cubanos no son otra cosa que meros vándalos y delincuentes.
Mas, no conforme con la represión y la tergiversación de los hechos, la maquinaria del poder reclama para sí el monopolio de la información. Sospechosamente eso sucede cuando la conexión a internet se vio interrumpida en todo el país. Una acción que, por supuesto, la población la atribuyó a una decisión de las autoridades debido al protagonismo de las redes sociales y otras páginas web en el reflejo de todas esas protestas.
Durante una conferencia de prensa en la sede del Ministerio de Relaciones Exteriores, el canciller Bruno Rodríguez Parrilla, además de continuar negándoles a los cubanos el derecho a las protestas, se vio en aprietos cuando una corresponsal extranjera le preguntó si el apagón informático había sido inducido por el gobierno. Con ese lenguaje de galimatías que le caracteriza, el señor Parrilla se limitó a decir que el corte de internet respondía a las limitaciones energéticas que sufre el país. ¡Allá el que le quiera creer!
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