MIAMI, Estados Unidos. – El pasado martes 20 de junio durante una memorable cena en casa de los escritores y artistas cubanos Rosie Inguanzo y Alfredo Triff, junto al cineasta Eliecer Jiménez Almeida, le dedicamos largo elogio al amigo común Umberto Peña, sin imaginarnos que hacía unas horas, a la edad de 85 años, había fallecido en la ciudad de Salamanca, donde se casó y vivió desde el año 2006.
De hecho, Alfredo me habló de un texto que escribió sobre el importante diseñador y pintor para Rialta Magazine (“Umberto Peña y La Habana sesentosa cocinándose en las costillas de la historia”) que luego leí con satisfacción.
Llegué a pensar que Umberto era inmortal.
Lo conocí en La Habana de los años 70 y 80 cuando había dejado de pintar y hacer grabados, ante el peso de las prohibiciones que sufriera en el apogeo “sesentoso” de su obra, como apunta Triff.
Ya no era el diseñador estelar de las colecciones de libros y revistas de Casa de las Américas, donde había encontrado, durante 20 años, oportuno refugió para seguir manifestando, de manera circunscrita, sus inquietudes artísticas.
“La Honda”, colección que diseñó para la mencionada editorial de exquisito y novedoso formato, sigue siendo un paradigma en la diagramación de publicaciones cubanas.
Es curioso como Umberto se ciñó al uso del color y los patrones geométricos, huyendo de la etnicidad y otros pintoresquismos que no eran afines a su personalidad austera y comedida.
Ciertamente era el artista que estaba de regreso de tantas contingencias. Inteligente y muy irónico, la intolerancia castrista lo había zarandeado a finales de los años 60, luego de disfrutar cenáculos culturales de México y Europa donde estudió durante su primera juventud, al filo radical del arte pop americano y la contracultura.
La casa de Umberto en la calle Línea, concebida en un solo espacio donde antes hubo una tienda, para nosotros era como el nirvana.
Fuera de sus paredes, que habían sido vidrieras, quedaba el Vedado hermoso en franca decadencia urbanística. Umberto nos hacía partícipes de sencillas ceremonias que él cultivaba con la ayuda de amistades de otros países que todavía se solidarizaban con el abatimiento cubano.
Podía ser una taza de té de jazmín, que tomaba sin azúcar, pasta italiana aderezada con aceite de oliva y albahacas o conciertos y grabaciones de espectáculos de premiaciones como el Óscar que ya reproducía, para nuestro asombro, en los primeros artilugios de CD y DVD llegados a la Isla.
En sus amenas conversaciones que iban de lo sublime al cotilleo humorístico sobre personajes impresentables del ámbito cultural, Umberto apenas mencionaba su obra, que luego marcó pauta para el renacimiento de los artistas de la prodigiosa generación del 80.
Aunque no presumía de esa relación, como tantos escritores y artistas de la Isla, en más de una ocasión nos dejó saber que era un consentido de José Lezama Lima, quien lo llamaba Umbertico.
Visitaba sin falta cada semana a su madre, que estaba al cuidado de una hermana. Imagino que el apego a ella fue la circunstancia que lo hizo permanecer en la Isla luego de tantos sinsabores.
Su hermano, Pedro Pablo Peña, bailarín y coreógrafo, había abandonado el país durante el éxodo del Mariel y dirigió hasta su muerte (2018) el exitoso Festival Internacional de Ballet de Miami, para quien Umberto diseñaba todos sus impresos.
Todavía cuando el régimen trató de redimirlo con una retrospectiva organizada por el Museo Nacional de Bellas Artes en 1988, volvió a recibir otro ultraje, aparecido en la publicación militar Bastión.
Lo recuerdo feliz por la muestra, pero taciturno al constatar que realmente no le habían perdonado sus desafíos estéticos y conceptuales de inquietante figuración, avisos subliminales del horror castrista.
A principios de los 90 trató de establecerse en México pero luego residió en Miami ―año 1993― donde continuó su incansable labor de diseñador, utilizando novedades tecnológicas.
Discretamente regresó una vez más a La Habana para lidiar con asuntos personales, de donde retornó entristecido, como si hubiera cerrado ese capítulo de su vida para siempre.
Viejos y nuevos amigos lo siguieron venerando en el sur de Florida donde felizmente nos volvimos a encontrar.
Lo recuerdo recorriendo exposiciones de la ciudad junto a su admirada Antonia Eiriz, quien también se había establecido en Miami en 1993. Eran dos de las víctimas de la represión totalitaria, totalmente triunfantes en libertad, quienes incluso volvieron a cultivar sus respectivas maneras de pintar.
Una vez solamente vi a Umberto rehuyendo el saludo de un congénere, pintor creo que del Grupo Los Once, que estuvo entre quienes le hicieron una mala jugada cuando cayó en desgracia. Fuera de ese caso, ni el rencor, ni la venganza consumieron la nobleza y generosidad de Umberto Peña.
Sabíamos que en algún momento volvería a buscar la ciudad donde pudiera andar sin depender del automóvil de los amigos.
Mi esposa y yo lo llevábamos a la playa y participó contento en ágapes familiares como miembro honorario de los Ríos.
Sin previo aviso, supimos algo consternados, que se había establecido en España. Se disculpó alguna vez y nos hizo saber que no le gustaban las despedidas. Después de haberlo visitado en una ocasión, Pedro Pablo me hizo saber que su hermano estaba muy feliz, noticia que mucho nos reconfortó.
Luego le envié mensajes de congratulación por su renacer en exitosas exposiciones y me respondió con el mismo cariño de siempre.
Sin duda la inmortalidad de Umberto Peña no es una quimera. Cuando no quede ni rastro del régimen que trató de fulminarlo y fracasó en tal empeño perverso, su obra seguirá siendo el testimonio indeleble del valor de la entereza y la libertad.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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