LA HABANA, Cuba -Hay que reconocer que el gobernante Raúl Castro fue muy atento con el presidente de China, Xi Jinping. Durante los dos días de visita del mandatario asiático, lo acompañó en todas sus actividades en la isla, tanto en La Habana como en Santiago de Cuba.
Sin embargo, el entusiasmo del General-Presidente por los múltiples acuerdos firmados con el gigante asiático lo llevó a sitios donde no era conveniente llevarlo. Me refiero al panteón del cementerio Santa Ifigenia en Santiago de Cuba, donde reposan los restos de los combatientes cubanos caídos en África durante los años 70 y 80 de la pasada centuria.
Según la síntesis biográfica de Xi Jinping publicada por el periódico Granma (del lunes 21 de julio), el actual gobernante chino hacia fines de la década de los 80 era el secretario del Partido Comunista en la provincia de Fujian. Jinping debió estar muy al tanto de los acontecimientos en Angola.
Los cubanos apoyaban al Movimiento Popular para la Liberación de Angola (MPLA), cuyo líder era Agostinho Neto. China, en cambio, respaldaba al Frente Nacional para la Liberación de Angola (FNLA), liderado por Holden Roberto, y a la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA), al frente de la cual se hallaba Jonas Savimbi.
Una histeria antichina se vivió en Cuba por aquellos tiempos. La prensa publicaba editoriales que censuraban la presencia de asesores y armamentos chinos entre las tropas de Roberto y Savimbi. Asimismo, los alumnos y profesores de la secundaria básica en el campo “República Popular China”, ubicada en la provincia de Matanzas, le sugirieron al Ministerio de Educación que le cambiara el nombre al plantel.
Ahora, cuando Raúl Castro le mostraba al visitante las gavetas con los nombres y las fotografías de los muertos en África, y se enorgullecía de que la sangre cubana hubiese contribuido a la liberación de Angola, al fin del apartheid en Sudáfrica y al logro de la independencia de Namibia, es muy probable que Jinping, en su fuero interno, experimentara desagrado.
Al hoy presidente chino pudieron haberle informado de las tantas veces en que la prensa cubana arremetía contra los “revisionistas de Peking” que se oponían a las directivas de Moscú, o la ironía con que los medios informativos de la Isla reflejaron el apretón de manos entre Richard Nixon y Mao Ze Dong en 1972.
Por descontado que el menor de los Castro no quiso contrariar a su visitante. Pero sus asesores debieron preparar mejor su agenda de trabajo. Sobraban sitios menos comprometedores donde llevar al presidente chino. La estatua habanera de las calles Línea y L, en homenaje a los chinos que participaron en nuestras gestas independentistas. O el Barrio Chino de La Habana, que hoy languidece a pesar de estar bajo la sombra de la Oficina del Historiador de la Ciudad.