MIAMI, Estados Unidos. – Antes del año 2005, cuando fue liberado y se presentó en Miami Dade College para recibir la Medalla Presidencial de la institución, así como el tributo merecido de sus numerosos lectores naturales del exilio, escribí algunas reflexiones y anécdotas, a solicitud de los organizadores de un evento que abordaría su figura.
Entresaco de aquel texto-homenaje (“El poeta y un dictador”) aspectos que han cobrado vigencia luego de su reciente desaparición física en la ciudad de Miami:
Se le atribuyen a Raúl Rivero y a otro escritor de su generación ya fallecido, la autoría de los insólitos epitafios sobre intelectuales cubanos vivos que comenzaron a circular de boca en boca por los años 70 y 80. Aquellos textos breves y fulminantes, que deberán ser recogidos alguna vez en libros para diversión de futuras generaciones, no solamente retrataban al escritor motivo de la mofa, sino que, de cierta manera, en ocasiones, revelaban los vínculos del aludido con los medios oficiales.
Eran versos rimados que anunciaban un espíritu contestatario. Ahora, vagamente me viene a la memoria aquel que le recordaba al caminante no atemorizarse ante la eventualidad de que Roberto Fernández Retamar resucitara, pues lo habían enterrado con suficiente profundidad para que tal contingencia no aconteciera.
En cierta ocasión fui testigo de una conversación que hoy resulta reveladora, donde Carlos Martí, por entonces director de Literatura del Ministerio de Cultura, ya ensayaba un denostar de la figura de Rivero, como persona y escritor, subrayando el pesimismo que revelaba un libro suyo publicado por entonces, donde mucho insistía en naufragios y desilusiones.
Era un mediodía en la sede de la UNEAC, la casona de la calle H y 17 en El Vedado, cuando se formó un revuelo inusual. Creo que fue Pepe Rodríguez Feo, desde su atalaya bibliotecaria, quien me contó sobre la carta que 10 intelectuales habían entregado temprano a la presidencia, donde abogaban por cambios en la sociedad cubana. La consternación se producía, sobre todo, por la presencia de Rivero entre los infidentes.
En dos ocasiones la Feria Internacional del Libro de Miami cursó invitación a Raúl Rivero para presentaciones de sus libros de poemas. Siempre fue su preocupación garantizar el regreso a Cuba. En ningún caso, sin embargo, recibió el permiso gubernamental para asistir al evento. De manera extraoficial se conoce que Castro intervenía personalmente en las decisiones que se tomaban en el caso Rivero.
Para tramitar una de aquellas invitaciones nos valimos de un amigo que viajaba a La Habana, como lo había hecho en otras ocasiones sin contratiempos. Logró entregarle la invitación personalmente a Rivero en un sitio de Centro Habana donde, según su propio testimonio, sintió sobre sus hombres el ambiente espeso del acoso a que era sometido el poeta en su propia cuadra.
Cuando a nuestro mensajero le correspondió regresar a Miami, fue minuciosamente registrado en el aeropuerto y advertido de no visitar más a personas indeseables dentro de Cuba si quería evitar que su visa de entrada al país fuera revocada para siempre.
Hay una anécdota sobre Raúl Rivero que me gusta repetir. No sabría decir quien me la refirió, pero retrata al poeta a la entrada de su casa, escoltado por dos amigos negros del barrio en el momento en que reconoce a una persona en un carro oficial haciendo la ronda y le grita: “¡Dile a Abel Prieto que aquí estoy tomándome un trago con dos de mis agentes de la CIA!”.
Un repaso sucinto de la poesía de Raúl Rivero, gracias a la cronología que brinda la antología de sus versos Orden de registro (1969-2003), preparada por Fabio Murrieta para la Editorial Hispano Cubana, revela a un intelectual de gran poder a la hora de observar y resumir el deterioro y las grandes contradicciones que fueron avecinándose en la circunstancia que le tocó vivir y construir.
Un afán de honestidad y realismo a la hora de explicar, a veces lo inexplicable, hace que sus versos revelen los entresijos de un sistema que ya funcionaba contra natura.
Resulta curioso constatar que la impronta de Rivero para su poesía durante los complejos y exigentes años 60 y 70 no era el optimismo que reclamaba el momento ni sus juglares más puntuales.
Sus versos conversacionales cifran una ambigüedad que los hace vigentes y legibles. Los desenlaces imprevistos del amor, el apego a su madre y a la familia lo colocan en un sitio privilegiado para referir en objetivas, casi hirientes viñetas, la Cuba de a pie, nunca fácil, siempre compleja y sacrificada.
Luego de caer en desgracia, sin embargo, la poesía de Raúl Rivero no sufrió una radicalización estridente, como hubiera sido de esperar en una persona acosada hasta en sus sueños.
Su fina estirpe de versificador preciso no le permitió desbordarse y faltar así a sus principios estéticos, algo que hubiera complacido a sus verdugos, que adujeron verdaderos dislates jurídicos para encausarlo y condenarlo.
En la obra que siguió, luego de 1991, cuando firmó la llamada Carta de los Diez, el poeta saldó cuentas con su pasado y su presente inmerso en un discurso honesto y transparente que salva para la posteridad la vergüenza de la literatura cubana en el portal de un nuevo siglo.
Alguna vez, la esposa de Raúl Rivero, su fiel compañera, abordó de manera abrupta al escritor Roberto Fernández Retamar, durante una recepción en la embajada de Portugal en La Habana.
El también funcionario de la Casa de las Américas le preguntó sobre Raúl, como si estuviera exiliado en París. Y Blanquita le explicó los calores que padecía en prisión y si era posible su intervención para que le dejaran pasar un ventilador a la celda. El perturbado poeta Retamar solo atinó a mascullar unas palabras ininteligibles como respuesta antes de abandonar presurosamente la fiesta.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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