Del béisbol a la Asamblea Nacional

LA HABANA, Cuba. – Me asusta reconocerlo, sobre todo porque soy cubano y porque lo más probable es que algunos supongan, después de mi advertencia, que soy un apátrida, un mal cubano, pero aun así asumo los riesgos. Reconozco entonces que no me gusta el béisbol, que me aburre su ritmo, y que hasta me provoca arritmias, o al menos ciertos desórdenes en la cadencia del corazón, si es que por alguna casualidad no me queda otro remedio que enfrentar el juego. Me abruma la lentitud del béisbol, sobre todo si hago comparaciones con el fútbol, el voleibol o el baloncesto. Prefiero, incluso, el boxeo, y también ese extraño ritual de apariencias homoeróticas que percibo en la lucha libre.
Distingo la pausada prudencia del ajedrez, ese al que muchos consideran insoportablemente lento; sin embargo advierto cierta grandeza en su parsimonia, en sus pausas, y hasta en esos silencios que resultan abrumadores, y sobre todo aburridos, al menos para la gran mayoría, aunque no para mí. Confieso que me seduce más, el set en el que se desarrolla cualquier partida de ajedrez, y la pulcritud de sus enigmas, sus silencios, la parsimonia para cada movimiento. Adoro el andar lento y las calmas en el tablero, y otra vez el silencio, y la mesa discreta que sostiene al tablero en las que se ordenan las 32 piezas que se dividen con perfecta equidad entre los contrincantes.
A veces hasta pienso que el mundo podría ser mejor si se pareciera a un tablero de ajedrez, pero el mundo no es un tablero de ajedrez, y mucho menos esa parte del mundo que es Cuba. Cuba es más parecida a un terreno de béisbol, a un estadio, pero aun cuando tienen sus muy evidentes parecidos, el estadio resulta un poco más democrático. En el estadio existen reglas, y árbitros que vigilan el cumplimiento de las reglas, y se castiga, se hace que se cumplan esas reglas.
Hace un par de días enfrenté por un rato un partido de béisbol entre Cuba y Venezuela, y tuve que convocar a esa poquísima paciencia que me queda; pero este domingo la pasé peor, tanto que aquel terreno de béisbol terminó pareciéndome un espacio de absoluta democracia, sobre todo si lo comparaba con ese juego que resulta una “elección de diputados a la Asamblea Nacional” que ya está en marcha, que ya está por llegar, y en la que no tenemos ninguna participación.
Quizá por todo eso estuve pensando en lo feliz que sería el gobierno si pudiera controlar los campeonatos de béisbol en los que Cuba participa de la misma manera en la que consigue armar una asamblea nacional de fieles; pero el juego depende de preparaciones y destrezas, de las aptitudes de sus implicados. El béisbol, el deporte todo, depende de la preparación y del talento, mientras que una elección de delegados al “Poder Popular”, una elección de diputados a la Asamblea Nacional, no son más que una mala puesta en escena, una farsa, una de esas falacias que sirven o que creen servir, aunque solo pretendan aparentar lo que no son.
¿Y qué es realmente la Asamblea Nacional? Es una apariencia, una mala fachada, una figura sin existencia real, una falacia, una visión fantástica de la realidad o solo una apariencia sin existencia real. La Asamblea Nacional me lleva sin remedio a aquellos versos de Quevedo, esos versos que hablan de un hombre a una nariz pegado, esos versos que hablan de “una nariz superlativa”, de un pez barbudo, un naricismo infinito y hasta imprudente, y que de seguro así vería Quevedo a esa Asamblea.
Se trata de una Asamblea Nacional para la que ni siquiera elegimos a sus diputados. Una asamblea para la que ya están elegidos de antemano esos diputados, presentados como candidatos a diputados “de a dedo”; Raúl Castro, Miguel Díaz-Canel…, todos “elegidos” con esa leyenda de que fueron preferidos como candidatos a diputados por los delegados a las asambleas municipales, sin reconocer los dictados que desde arriban llegan para, y por decreto del Partido Comunista de Cuba (PCC), meter a esos fieles improductivos en la Asamblea Nacional, también inútil.
La puesta en escena es muy simple; el PCC advierte a las autoridades de las asambleas municipales sobre quienes deben ser propuestos como candidatos a diputados, lo demás es coser y cantar. Ya está dictado en cuál asamblea municipal será propuesto Esteban Lazo y en cuál Raúl Castro, ese nonagenario que sin dudas será una figura decorativa a la que se aplaude cada vez que es mencionado. Y Díaz-Canel, sin ningún remilgo, fue propuesto por la Universidad Central “Marta Abreu” de Las Villas, esa universidad en la que estudió y donde hace poco defendiera su tesis doctoral, a pesar de sus tantísimas ocupaciones.
Y por decreto le asignarán a esas asambleas, y a sus gordos reunidos, los nombres de quienes deberán ser los candidatos a diputados, y finalmente, y sin ningún tropiezo, a diputados. El asambleísmo, el fanatismo, que no entusiasmo ni tampoco fe, harán luego su parte. Ese fanatismo que tiene la fe en eso a lo que suponen “el absoluto”, y que habla en nombre de “todos” aunque no sea más que nuestro hado desgraciado, el camino a la perdición y sin dudas a la muerte. La asamblea que no reparará las miserias, la que no pondrá freno a la represión, ya está andando, ya se huele su “más de lo mismo”.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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