LA HABANA, Cuba.- Pocos de los que escucharon el discurso de Fidel Castro el 13 de marzo de 1968 en la escalinata de la Universidad de La Habana pudieron imaginar la catástrofe que nos venía encima.
Con la llamada Ofensiva Revolucionaria, que barrió todo vestigio de emprendimiento privado, el régimen acabó de atar bien los nudos de los amarres totalitarios para hacer a las personas totalmente dependientes del Estado.
Yo tenía doce años, pero recuerdo bien —como si hubiese sido la semana pasada— los días que siguieron al anuncio del Máximo Líder. Y no es para menos: a partir de entonces, la vida de los cubanos dio un brusco giro, de malo para mucho peor.
Vivía entonces en La Víbora, en la esquina de San Francisco y Diez de Octubre. Quien recorra hoy aquella zona, con sus casas derruidas, las calles oscuras, sucias y llenas de baches, basura y escombros, no podrá suponer cuántos negocios, cuán animada y llena de vida era hace 50 años.
Seguramente la memoria no me sea tan fiel como quisiera, pero recuerdo que en menos de 200 metros, en el tramo de la Calzada de Diez de Octubre comprendido entre las calles Milagros y Concepción, había cinco tiendas, cinco bares, una guarapera, una casa de empeños, una quincalla, dos panaderías, una farmacia, dos barberías, una peluquería, dos estudios fotográficos, dos bodegas, una carnicería, un billar, no menos de cuatro fondas y varios puestos de fritas (los llamaban así, pero también vendían croquetas, papas rellenas, minutas de pescado y bistec empanizado).
Menos de 48 horas después del discurso de Fidel Castro, todo aquello cerró. Fue como un maleficio. Casi todos los establecimientos permanecieron cerrados durante años. Fueron invadidos por los ratones y las cucarachas. O se convirtieron en tugurios. Y el Estado jamás fue capaz de garantizar que funcionaran, tampoco de regular los establecimientos que administró.
Uno no podía entender que fueran calificados como “explotadores y enemigos del pueblo trabajador”, los dueños de aquellos negocios. Eran vecinos nuestros de mucho tiempo, gente honrada y decente, como el Chino León, el dueño de la fonda, Jonás el bodeguero que nunca se negaba a fiar; Alberto el de la vidriera, el papá de mi amigo Albertico; o Elvira y Paco, los dueños de aquel bar que tenía la Santa Bárbara casi de tamaño natural de las manzanas, las balas de ametralladora y aquella victrola que no paraba de sonar hasta la medianoche.
En aquel bar trabajaba Félix. Vivía en mi casa, era como un hijo para mis abuelos, que lo habían recogido desde que en 1940, con 17 años, llegó a La Habana, procedente de un pueblito del sur de Matanzas, Amarillas, buscando una mejor vida y para huir de su familia, que había descubierto que era “maricón”.
Félix, además de homosexual, era negro y fiel practicante de la santería —tenía un altar con todos los hierros y decía ser hijo de Oshún—, así que supondrán que no la tenía fácil en aquellos días. Pero todo fue mucho peor para él luego de la Ofensiva Revolucionaria.
Primero se quedó sin trabajo, cuando cerraron el bar de Paco y Elvira. Luego, una semana después, una tarde vino la policía a mi casa y sin dar razones, se lo llevó detenido.
Lo tuvieron más de doce horas sometido a interrogatorio, en el Departamento Técnico de Investigaciones. Según nos contó, los interrogadores querían vincularlo con la marihuana y un “complot contrarrevolucionario instigado por la CIA”. Y continuamente recordándole que él era “un negro lumpen y maricón”, y por tanto, podían hacer con él “lo que les diese la gana”. Amenazaron con enviarlo a la cárcel si inmediatamente no se buscaba un trabajo.
Lo enviaron a trabajar a una fábrica de bolsas de polietileno, donde le pagaban una miseria. Terminó por adaptarse, qué remedio no le quedaba. No se quejaba mucho, excepto cuando le tocaba el turno de madrugada.
Se jubiló allí, en aquella fábrica, tan pronto cumplió los 60 años. Al poco tiempo, regresó a su pueblo.
Murió hace dos años. La última vez que lo vi me comentó que seguía sin entender “para qué fue todo aquel agobio que nos jodió la vida, para terminar aceptando que la gente crea en lo que quiera creer, ponga vendutas y la Mariela defienda que cada cual haga con su cuerpo lo que quiera”.
Aunque Félix se conservaba lúcido, no quise cargarlo demasiado explicándole que nada era tan sencillo como él suponía. Si hubiese podido dar una vuelta por el que fue su barrio cuando vivía en La Víbora, lo hubiese entendido todo mejor. Bastaba que hubiese visto convertidos en covachas mugrientas o sencillamente en montones de escombros lo que una vez fueron prósperos establecimientos. Y ni hablar de las trabas y limitaciones absurdas que imponen a los llamados “cuentapropistas”, los que quedan, los que todavía no se han visto forzados a devolver sus licencias.
Ustedes me disculpan si piensan que exagero, pero no creo que haya demasiada diferencia entre aquella Ofensiva Revolucionaria de inspiración maoísta que se le antojó al Comandante y la mentalidad de los mandamases que hoy, medio siglo después, con sus advertencias de que no permitirán la acumulación de propiedades y riquezas, nos condenan a la miseria perpetua en nombre del “socialismo próspero y sustentable”.