LA HABANA, Cuba -Un novelista que quisiera escribir la compleja y diversa novela que se insinúa detrás del abultado “Caso Santiesteban” (diversa porque comprendería casi todos los géneros y modalidades conocidos en la novelística), podría empezarla por la presumible cara de susto y piedad que debieron poner los magistrados que actuaron en dicho proceso al conocer los hechos que allí se relacionan. La intuyo por mi propio susto y por el que a todas luces, sobrepuestas ya por fortuna, llevó a la UNEAC a manifestar su cólera. El laureado escritor Ángel Santiesteban, Premio UNEAC, Premio Juan Rulfo, Premio Casa de las Américas, y a quien en lo físico sólo le faltaría el caballo para parecer un todopoderoso vaquero de rodeo (el novelista no podría dejar de describir a su personaje), amenazó de muerte a su ex mujer, le pegó, la amarró para violarla con comodidad y le prendió fuego a la casa.
Yo, que al principio lo creí riña, discordia, desacuerdo de amantes de los que tan a menudo suelen alimentarse los grandes amores mientras duran (y al respecto escribí unas líneas de las que no me arrepiento), yo al conocer en detalle los hechos o supuestos hechos, tras investigarlos (como deberá hacer todo novelista), me dije: este no es el Ángel que yo conozco. No lo es. Y buscándole explicación al fallo de los magistrados, hasta se me ocurrió pensar en brujería. ¿No habría sido Ángel víctima de un bilongo, uno de esos “daños” de los que se ocupaban los hechiceros de la serranía de Guantánamo de cuando en los tiempos de Matusalén yo era niño? También el hipotético novelista se lo habría de preguntar, pero al dar con cierto video bajado de la Internet dejaría de buscar en el Más Allá.
Inquietado por las desconcertantes mutaciones habidas en la conducta del protagonista del mencionado video y principal testigo de cargo de la ex esposa de Ángel Santiesteban, de la cual es vecino, escudriñaría en el misterio de este hombre joven, apuesto, locuaz y buen expositor quien al parecer, apiadado de sí mismo se desdice en el video de sus primeras declaraciones contra Ángel en la estación de policía. Arrepentimiento nada extraño, pensaría el novelista, que ha leído a fondo a Dostoievski, pero que de momento lo haría quedarse en blanco al saber que a posteriori, en el acto del juicio, aquel mismo joven locuaz y abundante en los detalles, que en la filmación parecía estar borrando sentimientos de culpa que no lo dejaban dormir, de repente, como poseído por un poder más grande que el de todos los brujos de mi infancia, ha vuelto a ser el testigo fundamental de la parte acusadora, es decir, de la ex esposa de Ángel.
Tal vez imagine entonces el novelista que debió de ser la piedad un protagonista de número en el Caso, y acaso no se equivoque. Como no es el novelista persona que crea en la maldad a priori, tal vez disculpe a la ex de Ángel imaginándola un ser fantasioso, una de esas almas poéticas en el fondo que terminan creyéndose y jurando con la mano puesta en la candela lo que inventaran en uno de esos raptos en que cualquiera de nosotros, fantasioso o no, daríamos media vida por poder transformarnos en artefactos nucleares, lo cual explicaría el afán de la Ex por borrar a su Ex de la memoria de las personas bien nacidas. Pues si a algo se parece la vida, es a las telenovelas.
Vistas así las cosas, acaso el novelista se detenga en el oficial policiaco que según el misterioso joven del video empezó a visitar a la Ex y con frecuencia a quedarse a dormir en la casa. En ese caso, a lo mejor le diera al novelista por suponer un intercambio de contagios. Ella, a pie de obra, pasándole sus bacilos de “las crueldades de Ángel” y el oficial pasándole a ella sus bacilos sobre la irreversibilidad del socialismo. Tan apiadado lo habrían dejado las crueldades del malvado ex esposo que terminó aquel tierno oficial contagiándole su piedad a los funcionarios encargados de incoar el sumario del Caso. En apariencia, esto le permitiría al novelista explicar la parte de piedad que parece haber estado presente en el fallo contra Ángel dictado por los magistrados de la Audiencia y ratificado por el Supremo.
Pero tal vez el Novelista no sea gente de apariencias. E investigando, como era su deber, esté ya para entonces al tanto de que cuando años atrás, el joven y laureado escritor Ángel Santiesteban empezó a pensar por su cuenta, unos entusiastas desconocidos muy conocidos le partieron en la calle un brazo con fines pedagógicos, entre otros recuerdos que con iguales fines le dejarían en su poderosa humanidad. Por lo que podría sospechar el Novelista, puesto a identificar a aquellos desconocidos de la cabilla envuelta en un periódico, tan frecuente en los mítines de repudio –acaso remanentes sueltos negados a desparecer de los días anteriores al Caso Elián, cuando fueron creadas las Brigadas de Acción Rápida con el fin de recuperar la calle, tarea que, en efecto, sobrecumplirían estos destacamentos con un saldo nada despreciable de huesos zafados, dientes perdidos, ojos sangrantes y fulanos cojeando durante algunas semanas.
Al Novelista, no le gustarían estos métodos. A mí tampoco. Empero, antes de juzgarlos, debería el Novelista hablar con quienes los han practicado. Tampoco entonces los aceptaría, pero al menos comprendería a esas devotas personas. O han peleado, y a veces vertido su sangre en las numerosas guerras de ultramar libradas por el gobierno cubano, o han elaborado con cuanto fue dicho o hecho por su gobierno una mística tan poderosa que no les cabría en la cabeza el que pueda haber alguien en la tierra, la mar o en el cielo que no comparta la idea de sus dirigentes. Ni aun en el cielo. “Son herejes”, me decía uno de ellos una vez. Otro me dijo: “Yo los mataría a palos”, y otro que había sido muy católico, tal vez pensando en las calderas del infierno, ojos humedecidos y la pasión de un musulmán que ha visto atacada su fe, me dijo hace quince años en una mesa con dos cervezas apretándome una mano con fervor: “Yo sin ponerles un dedo encima los dejaría caer desde una azotea en una piscina llena de aceite hirviendo”. No había crueldad en el corazón de estos devotos, sin embargo. Había amor, había lealtad y amor más allá de la muerte para el proyecto de gobierno que constituía la razón de sus vidas.
En una declaración, el doctor Wilfredo Vallín, hombre de honor y prestigioso abogado, denuncia que en el juicio contra Santiesteban no se le permitió a la defensa presentar testigos, alega que la defensa fue obstruida, menciona leyes que no fueron tenidas en cuenta por la sala. Tales irregularidades podrían explicarle al Novelista las razones antes expuestas. La piedad ya dicha de un lado, y del otro el susto que para esos doctos de toga y birrete debió de representar la existencia del librepensador Ángel Santiesteban vivo todavía a estas alturas.
Por supuesto –y el Novelista lo sabe–, esta mezcla de sentimentalismo y lealtad gubernamental que en nuestra Isla tiene razones para funcionar en el obrero del camión de la basura que ha visto a su hijo convertido en doctor, no convencería en el extranjero. No podría. Esa curiosa gente de “afuera” ve las cosas de otro modo. Ellos todavía hablan de Contrato Social y cosas así. Es por eso por lo que desde el principio di en suponer, para mi equivocación –o mejor, di en creer, en estar seguro–, que el gobierno del general de ejército Raúl Castro, velando por la buena imagen de su administración, le haría justicia al escritor Ángel Santiesteban. No permitirá que su caso, pensé (y espero que conmigo lo haya creído el hipotético Novelista), corriera el riesgo de convertirse en otra cosa. Pues cualquier persona, por humilde que sea (o lo parezca) puede ser, empero, el comienzo o el fin de una época. Pensar en el desconocido aquel que en Sarajevo le salió al paso al Archiduque del cuento.