MIAMI, Estados Unidos.- Se cumplen hoy 120 años del fallecimiento de una valiente camagüeyana que se adelantó —en palabras de Carlos Manuel de Céspedes— 100 años a su época. En Madrid murió el 7 de febrero de 1901, de bronconeumonía —y quién sabe de cuántos otros padecimientos adquiridos en la manigua—, Ana María de la Soledad Betancourt y Agramonte, la primera mujer —la primera persona— en traer a colación en debate público el tema de los derechos y la emancipación de las mujeres cubanas. Podríamos decir que es ella la madre del feminismo cubano.
Nacida el 14 de diciembre de 1832 en una familia acaudalada, contrajo matrimonio en 1854, a la edad de 22 años, con otro camagüeyano ilustre, el coronel del Ejército Libertador Ignacio Mora de la Pera. Ana había sido educada tradicionalmente: corte y costura, bordado, religión, música y las labores que su destino biológico —ser esposa, ama de casa y madre— requerían. Ignacio Mora fue su maestro a otro nivel: le enseñó lenguas, filosofía y política. De su marido, Ana Betancourt decía que era “su maestro y su mejor amigo”.
Pronto comenzaría la lucha por liberar a la isla del férreo control español. Con el coronel Mora se unió a la insurrección que llevó a la Guerra de los Diez Años (1869-1878). Convirtió su casa en un centro de conspiración: dio apoyo a los insurrectos, redactó y repartió proclamas por la independencia, recaudó ropa y ayudó a las familias de los alzados. Cuando el día 10 de octubre de 1868 Carlos Manuel de Céspedes lanzó su Manifiesto en Yara a favor de la independencia, y liberó a sus esclavos, comenzó esa cruenta y larga guerra. Ana Betancourt e Ignacio Mora se unieron a las tropas insurgentes en la manigua.
Fue en la Asamblea de Guáimaro, el 10 abril de 1869, que se redactó la primera constitución de la República en Armas. Siendo mujer, era de esperar que no se le permitiera participar en la asamblea. No se sabe con exactitud si ella hizo acto de presencia y leyó su proclama, o si otro delegado —en ausencia de su esposo— le dio lectura. Pero lo cierto es que su llamado a la emancipación total de los cubanos se hizo oír en aquella cita, y ha quedado como llamamiento profético para la historia:
“Ciudadanos: la mujer en el rincón oscuro y tranquilo del hogar esperaba paciente y resignada esta hora hermosa, en que una revolución nueva rompe su yugo y le desata las alas.
Ciudadanos: aquí todo era esclavo; la cuna, el color, el sexo. Vosotros queréis destruir la esclavitud de la cuna peleando hasta morir. Habéis destruido la esclavitud del color emancipando al siervo. Llegó el momento de libertar a la mujer”.
Céspedes, presidente de la República en Armas, y de la asamblea, elogió la acción de esta mujer diciendo que ella “se ha ganado un lugar en la Historia (…) una mujer, adelantándose a su siglo, pidió en Cuba la emancipación de la mujer”.
Desde los campamentos mambises, Ana y su esposo publicaron un periódico —El Mambí— para comunicarle a la población noticias de los combates, y divulgar la idea de la independencia. El 9 de julio de 1871 fueron capturados en una emboscada por tropas españolas. Los separaron inmediatamente, y es difícil imaginar cómo se las arregló ella, y qué estrategia empleó para que su esposo lograra escapar. Padeciendo de un reuma terrible en sus piernas —lo que llamaríamos hoy artritis— Ana Betancourt sabía que no podría escapar. Los españoles la mantuvieron atada a una ceiba durante tres meses como carnada que quizás mordería el coronel Mora. Incluso simulacros de fusilamiento tuvo que padecer esta patriota como tortura, hasta el 9 de octubre de 1871 que logró escapar hacia La Habana. Cuando fue hallada en la capital, las autoridades la deportaron a México.
Eventualmente, pudo llegar a Nueva York y luego a Jamaica. Allí recibió la noticia de la ejecución de su marido el 14 de octubre de 1875; también la noticia del Pacto de Zanjón, que puso fin a la Guerra Grande el 10 de febrero de 1878, que confirmaba que toda una década de sangre y muerte no había logrado ni la independencia de Cuba, ni la abolición de la esclavitud. En alma debe haberse unido a la Protesta de Baraguá el 15 de marzo de ese año, al lado de Antonio Maceo. El Zanjón era, definitivamente, una traición a los ideales libertarios de nación, color y sexo.
Ana María de la Soledad logró viajar a Madrid, donde residía una de sus hermanas. Desde aquel hogar madrileño, convertido en trinchera en exilio, siguió colaborando con la causa de Cuba, recaudando fondos y otros recursos. Allí, lejos de su adorada patria, lejos de su familia, se dedicó a transcribir el diario de guerra de su esposo.
La bronconeumonía la sorprendió en Madrid. Y falleció el 7 de febrero de 1901, al menos en conocimiento de que luego de tres décadas más de guerra, Cuba era libre. Tenía 68 años y se preparaba para regresar a la patria. En eso de morir en exilio también fue precursora.
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