MIAMI, Estados Unidos.- Tras postergarse durante varios años la renuncia del Cardenal Jaime Ortega, finalmente se ha hecho efectiva. Setenta y cinco años suponen un tiempo mucho más largo que el que estipulan las leyes de numerosos países para el cese de la vida laboral. Pero monseñor Ortega rebasó con creces el límite de edad indicado por la Iglesia para el retiro reglamentario de sus pastores. Algunos movimientos pudieron ser el indicio de una decisión que se produce justo a pocas semanas del paso del presidente Obama por La Habana, momento culmen del restablecimiento de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, hecho histórico en el que la persona del cardenal estuvo involucrada de manera activa. Es apreciable el hecho de que monseñor Ortega fue la primera personalidad visitada por el presidente norteamericano tan pronto arribar a la capital cubana.
Con la salida de Jaime se cierra un largo y arduo capítulo en la historia reciente, no sólo de la Iglesia católica cubana, sino del ámbito nacional. Un capítulo en el que aún subsisten los protagonistas que otrora hicieran el papel de antagonistas de esa iglesia con la que, al final del camino, pareciera se han reconciliado. Y buena parte de este resultado corresponde indudablemente al obispo cubano.
A pesar de los desencuentros, críticas de quienes por una parte acusaron cuando menos de ambigua la posición de Jaime ante ciertos sucesos, la realidad apunta a una valoración positiva de una gestión que justifica cualquier aparente postura evasiva, en circunstancias donde se imponía salvaguardar el funcionamiento y la existencia de la institución religiosa, inmersa en los acontecimientos socio políticos que han marcado medio siglo de la historia cubana. Esto, sin dejar que la misma Iglesia fuera arrastrada por el torbellino. A veces en el papel de testigo cuando no podía hacer otra cosa, otras desde el acompañamiento haciendo valer su presencia solidaria y finalmente más participativa cuando el contexto lo hizo posible.
No es poca la gracia de riquezas en acontecimientos que la Iglesia católica cubana atesora en la etapa que le tocó encabezar a Jaime Ortega. Los años ochenta del pos-Mariel, la revitalización de la vida laical, la caída del socialismo real tras el Muro de Berlín, la frustrada peregrinación de la Virgen de la Caridad justo el mismo día en que regresaban de manera simbólica los restos de los caídos en Angola. Le tocó aquella difícil página del Periodo Especial con sus miserias y penalidades; el mensaje esperanzador de la pastoral El amor todo lo espera, donde gran parte del pueblo se reencontró con su fe y con una iglesia cercana. No se puede obviar los días del éxodo del 94 y la amplia cobertura informativa que tanto consuelo llevó a los hogares cubanos rotos por las partidas y peor aún por el destino incierto de muchos de los que se hacían a la mar. Años en que la acción caritativa abrió pastorales carcelarias, ayuda a los ancianos, niños discapacitados, enfermos faltos de medicinas y alimentos, guarderías infantiles y ayuda a madres solteras, y tantos esfuerzos más que se multiplicaban en medio de la escasez en cada diócesis.
Es la etapa de los medios de comunicación que irrumpieron como un aire renovador para bien de miles de lectores, católicos o no. Palabra Nueva, Espacios o su sustituta Espacio laical y la continuidad de la imprescindible voz semanal de Vida Cristiana, contribución que llenó un vacío informativo frente a la uniformidad oficialista y la emergente acción de una prensa independiente con pocas posibilidades divulgativas en la Isla. Tiempos también de pronunciamientos claros sobre la teología de la liberación o la entrada de cristianos al Partido Comunista. Horas difíciles del hundimiento del 13 de Marzo, el derribo de las avionetas o el incremento de un movimiento disidente donde la presencia de laicos comprometidos bajo la guía de la Doctrina Social de la Iglesia no podía ser desapercibida. Tal vez aquí estarían algunos de los puntos álgidos en la actuación de la Iglesia y su cardenal, a la que el devenir de los acontecimientos pareciera darle parcial razón. Y es que la Iglesia tenía un compromiso y una meta mayor por cumplir, aunque entonces ni sus propios actores supieran imaginaran el alcance.
Los años de la misión de Jaime vieron la restitución del título cardenalicio sobre un pastor cubano, la visita de los papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, el reconocimiento oficial de las Navidades, la Semana Santa y el retorno de las procesiones a las calles. En lo social destaca la diligencia de la Iglesia casi de manos con el gobierno del general Castro que logró la salida de la cárcel de los 75 prisioneros de conciencia en el que la mediación personal del cardenal fue importante. El colofón se produce en los aspectos aún poco conocidos de esa intervención reconciliadora que puso punto final a uno de los últimos episodios de la Guerra Fría. Eventos que pertenecen al dossier biográfico del Cardenal Ortega y que merecen el recuerdo agradecido por el servicio a favor de la Iglesia, sus feligreses y todo el pueblo cubano.
No es poco lo que habrá que decir de Jaime Ortega en el futuro. Hizo su labor meticulosa, con diplomacia, a veces con un cuidado extremo en el que no pocos quisieron ver la huella del miedo humano, apariencia de debilidad que contrastaban con la firmeza de carácter cuando discrepaba de alguna compostura. De él me quedan buenos recuerdos personales, algunos bastantes cercanos. Entre ellos destaco una sencillez poco divulgada: guardo con cariño sus palabras de consuelo apenas unas semanas antes de salir de Cuba. Y aunque alguna que otra vez me conté entre los críticos de algunas de sus posiciones, el paso de los años me ha hecho ver que en no pocas de ellas el Arzobispo estaba acertado. Por ello a mi agradecimiento uno la petición de perdón por cualquier incomprensión de quien tantos buenos oficios ha hecho por la Iglesia de Cristo y por Cuba. Pedir que Dios le conceda larga vida en su retiro y a mí la oportunidad del reencuentro en esa Habana que nos es tan común como entrañable.