LA HABANA, Cuba.- Mucho se ha escrito y reportado en estos medios acerca de la abulia cruel que genera entre los trabajadores de AeroVaradero la atención “esmerada” a sus clientes, esa que promulgan en pancartas y pantallas fluorescentes.
Nadie explica si el maltrato es consecuencia del calor reinante, la falta de casi todo lo esencial para ser poseedores del buen carácter, o la simple desidia colectiva que genera sobornos y corruptelas cuantiosas, porque un aviso de arribo de pacotilla a tu nombre se convierte en trauma colosal.
No importa si se trata de la famosa importación salvavidas conocida como “el viaje del año” (tributar aranceles en pesos cubanos –devaluados–) o de un envío que a veces se hace a nombre de otros para abonar en pesos también cubanos, pero convertibles –aunque pocos sepan convertirles en qué–.
Desde su creación en 1993, cual hambrienta corporación castrense que inicialmente atendió solo mercadería enviada desde el extranjero al balneario homónino en la provincia de Matanzas, la entidad ha sumado terminales contendientes –en cuanto a mortificaciones tras el abundante trasiego de nóminas– en La Habana, Santiago y Holguín.
El resto de las provincias carece de avecindamiento en tiempos de tan brutal sobreprecio del trasporte, encima las prohibiciones de circulación para vehículos pre revolucionarios que suplían la insuficiencia de cualquier otro sostén de movilidad no estatal desde esos centros distantes.
Esta misma semana, decenas de tráileres auxiliadores fueron multados y/o decomisados en la autopista nacional por patrullas de carretera, al carecer, en su mayoría, de chapas identificadoras, dado que el país que no permite legalizarlos por el origen ignoto de sus componentes.
La excusa es el peligro que ofrecen para la circulación vial. En una autopista que cuenta con miles de muertos y ninguno consecuencia de tráiler suelto. Sino de animales colisionados por culpa de humanos transgresores.
Vivir en el medio del país, por ejemplo, constituye un desafío al bolsillo más pecuniario: 10 mil pesos es hoy el coste de un camión –400 CUC– por un viajecito a la terminal donde te espera un espectáculo desconsolador que a algunos puede parecer desopilante.
Luego de citarte telefónicamente –para que abones también en CUC desde aquel número fijo, aunque hayas dado previamente uno similar que cuesta menos–, e informarte de la guía o despacho correspondiente a “tu bulto”, te asignan el día al que de modo irrebatible acudirás en horario que apertura: 8 a.m., pero en el que bien –o mal– puedes terminar atendido cerca de las 7 p.m., so pena de enfrentar multa progresiva por cada día de mora, si tu paciencia se agota y desistes de aguardar en aquel cepo sin agua ni alimentos, más un baño pestilente.
La llamada no podrá ser devuelta para explicar algún impedimento inesperado o accidente de carretera, pues jamás se ha tenido noticia de que hayan contestado. El número mudo es el 72664926.
Cuando llegas al lugar donde operan sendos almacenes, rodeados de custodios, y te descubres en las listas impresas en los murales afuera, algo te hace creer que resolverás el asunto.
Pero recomienza la tribulación cada media hora en que una empleada sale a “cantar nombres”, y justo al mediodía te enteras de que “no estás registrado, que ha habido un error de impresión”, etcétera.
El calvario pasa a la tarde canicular en la intemperie, se aguza al constatar que dentro, en el recinto verde de la adusta aduana, con aire acondicionado y sillones acolchados, como si fuera otra estación portuaria, las cabinas de facturación y cobros permanecen vacías por espacio de varias horas en las cuales el personal se toma la de almorzar desde las 11 hasta media tarde.
Luego reinicia el corretaje, porque “ningún citado debe salir sin su carga”. Y desde la atestada cabina de aduanas se percibe una calma chicha entre trapicheos de papelitos.
Nadie responde a tus quejas, y las miradas de las funcionarias uniformadas en riguroso ocre “mierdemono” te hacen sentir culpable de haber viajado al fin, un día, o ser receptor de un envío del enemigo del pueblo.
Como si las tarifas acrecentadas últimamente y que pagas por el servicio de entrega y manipulación de carga no importaran a las economías que sustentan el ardid de sus salarios.
Lo peor te aguarda cuando abres el carísimo paquete ya en casa, y te topas con que algo ha llegado roto. O le falta un componente, que seguramente mancaron en el lugar de origen. Nunca allí.
Varadero es el lugar donde encallan erráticas naves cuando se les acaba el periplo, consecuencia de mégano o arrecife. Es también el fondeadero donde elevan sobre rieles y calafatean y repintan unos obreros navales antes de devolverlas hermosas e insumergibles al mar.
“AeroVaradero” estará bien como eufemismo, pero nunca será el espacio deseable, la opción reparadora, sino el peso muerto que cada ciudadano viajantín deberá arrastrar hasta emerger a la superficie y respirar.
Por mucho de “aéreo” que pretendan insuflarle.
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