SAN JUAN, Puerto Rico. – La democracia fue definida por Abraham Lincoln como “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Un sistema de gobierno basado en la voluntad de los ciudadanos todos, manifestada a través de los procesos electorales plurales, limpios y transparentes. Es un modelo de gobernanza regido por el principio de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley.
La democracia se funda en un estado derecho que garantiza a los ciudadanos los derechos humanos y civiles, y en donde coexisten, en diversidad y respeto, las opiniones de todos. Es un sistema que se asienta en la tolerancia, así como en la honestidad en quienes el pueblo deposita su confianza, mediante el voto, para que los gobierne.
En la democracia, la fe del pueblo en las instituciones y en quienes las dirigen es fundamental para su estabilidad. La credibilidad de los ciudadanos en las instituciones y sus gobernantes es vital para su funcionamiento adecuado.
En la medida que la honestidad de los gobernantes sea mayor y que los principios e instituciones sean más sólidos, mayor será el nivel de buen funcionamiento, supervivencia y estabilidad del sistema democrático.
Sin embargo, como hacen las enfermedades a los humanos, hay males que atacan a la democracia y erosionan sus cimientos, llegando a provocar hasta su derrumbe y destrucción.
Uno de esos males es la corrupción. Cuando los gobernantes incurren en actos de corrupción usando sus funciones públicas con el fin de lucrar o para conceder favoritismos o el uso de influencias para fines personales, erosionan los pilares de la democracia y debilitan sus instituciones, esparciendo entre la población su más nocivo efecto, que es mermar la credibilidad de los ciudadanos en sus instituciones y gobernantes.
Un desencanto que, en la medida de su gravedad y con el transcurrir del tiempo, fomenta el descontento popular, que en muchas ocasiones provoca una explosión social cuyos desenlaces finales suelen ser peligrosamente inciertos e impredecibles, pues tras estos estallidos sociales, también suelen esconderse aquellos elementos antidemocráticos que operan con agendas privadas, muy lejos y contrarias a las aspiraciones y reclamos autóctonos del pueblo.
Amparados en el malestar general, surgen los populistas que esgrimen, como canto de sirenas, las promesas y deseos que gustaría escuchar a la población, para luego, una vez en el poder, imponer una dictadura férrea, -sea de derecha o de izquierda- conculcando todas las libertades y derechos del pueblo. Al final, se convierten en los mayores abusadores y corruptos del poder, pero sin que ya nadie que los señale, critique o procese judicialmente por sus desmanes y latrocinios, porque el poder absoluto robado al pueblo, los convierte en impunes.
La historia está llena de ejemplos:
En la Cuba republicana los gobiernos cayeron en la corrupción y el favoritismo político, creando en la población un desencanto en las instituciones democráticas, factor que utilizó, primero, el dictador Fulgencio Batista para dar un golpe de estado que rompió el orden constitucional del país y facilitando el pretexto para que, posteriormente, el inescrupuloso populista y tirano Fidel Castro, engañando al pueblo con su demagogia, tomara el poder e impusiera una cruel tiranía totalitaria comunista.
En Venezuela la corrupción de los gobernantes democráticos abrió la puerta para que el dictador Hugo Chávez intentara dar un golpe de estado y luego de su amnistía, se lanzó al ruedo político con su demagógico populismo. Impuso una dictadura pro-castrista, cuyos nocivos efectos seguimos viendo con la continuidad del dictador Nicolás Maduro.
Los cierto es que aquellos que suben al poder prometiendo erradicar la corrupción, una vez se entronizan, resultan ser más corruptos que los desplazados que les antecedieron.
Tanto en el caso de Cuba como el de Venezuela, la corrupción los arropa, solo que, a diferencia de la democracia, el pueblo no puede manifestar libremente su descontento, quedando impune el latrocinio y el enriquecimiento ilícito de los gobernantes.
Los hechos hablan por sí solos: A Fidel Castro, en vida, a mediados de los noventa, se le encontró en bancos en Suiza una fortuna de $1 900 millones de dólares. Tras su muerte, su herencia se estima en $900 millones de dólares. A Raúl Castro se le estima una fortuna de más de $500 millones de dólares guardada en paraísos fiscales. En el caso de Venezuela, a Hugo Chávez se le estimaron $3 600 millones de dólares, ahora en manos de su hija María Gabriela Chávez. Nicolás Maduro tiene, solamente en el Banco del Vaticano $953 millones de dólares, recientemente descubiertos. Por su parte, el número dos del chavismo, Diosdado Cabello, posee una mal habida fortuna estimada en $3 500 millones de dólares. Tanto en el caso de Cuba como en el de Venezuela, se trata de fortunas amasadas por el robo a las arcas públicas de dichos países.
Todos estos dictadores escondieron perversas intenciones tras su demagogia populista y manipularon, para su beneficio, los sentimientos, aspiraciones y malestares de sus respectivos pueblos. El objetivo era hacerse con el poder; una vez lo tomaron, se aferraron a este y ahora, con total impunidad, están haciéndose cada día más ricos a costa de la esclavización y empobrecimiento de la gente.
Por todos es sabido que el mal de la corrupción ha golpeado -y golpea- a las democracias latinoamericanas. Sin embargo, aunque ninguna sociedad está exenta de padecer eventos de corrupción, las democracias con instituciones sólidas, en donde los ciudadanos poseen arraigados valores de la honestidad y la honradez, sobreviven a este mal. De ahí la necesidad de que los países tomen medidas severas contra este mal endémico, para la salvaguarda del sistema democrático en el continente.
Por eso, a la democracia hay que habilitarla de mecanismos legales e institucionales fuertes e independientes que velen, castiguen e impidan con todo rigor y severidad los actos de corrupción. La democracia, como sistema, tiene derecho a defenderse de los males que le acechan.
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