LA HABANA, Cuba. – La pregunta básica que parece debemos hacernos todos los cubanos sensatos es precisamente esta: ¿a dónde va la nación cubana? Casi todo el mundo coincide, para decirlo popularmente, en que estamos seriamente embarcados. Y como del embarque hay que salir de un modo razonable y civilizado, mucha gente, más allá de ideologías, se dan a la tarea de pensar y discutir, leer y releer, y sobre todo de imaginar, los posibles escenarios y los actores previsibles y necesarios que nos posibiliten desembarcar en la playa menos angosta.
Hasta donde he podido indagar, leyendo todos los programas alternativos y gubernamentales que me han caído en la mano, la conclusión de todo es una: necesitamos un nuevo país y la refundación de nuestro proyecto nacional. Una conclusión para la que no hay que estudiar mucho si se parte de la más sencilla de las premisas: Cuba es de todos los cubanos.
Lo curioso y paradójico es que esta premisa sencilla se olvida de tanto en tanto. Como hemos sido atrapados por procesos políticos muy duros, la gente se acostumbró y dejó impresionar e intimidar, en una acera del conflicto, por la idea de que Cuba pertenece a un grupo “muy especial” de personas que se dan en llamar revolucionarios. Cubanos y extranjeros, todos, hemos aceptado esta clasificación, que puede tener mucha densidad y categoría, pero que no coincide con la cultura y la nacionalidad, que son las dos primeras condiciones de pertenencia a Cuba y a cualquier nación, y por encima de las cuales todo lo demás puede ser daño o beneficio colaterales, según el ángulo de posición.
Todavía hoy, después del desgaste casi grotesco de todos los significados más respetables del concepto de revolución —lo de la Venezuela es de espanto—, mucha gente se pone a la defensiva cuando pide cambios para su país, diciendo que ellos no son contrarrevolucionarios si tienen que enfrentar el ataque psicológico del mentalismo revolucionario. No perciben así que el término contrarrevolución en Cuba puede adquirir ya la misma connotación que el término mambí, peyorativamente empleado por los españoles en el siglo XIX para referirse a los insurrectos cubanos, es decir a los independentistas. Esto vendría a significar que todavía están atrapados por la clasificación de los otros, sin discernir que el poder de la semántica coincide aquí, no tan extrañamente, con el poder de las armas. Y así no se vale. Al menos en el campo de las palabras y de las ideas. Nos ha faltado en este sentido fuerza mental.
Sobre la otra acera del conflicto, entre el mundo oficial y oficioso, aparece también la lógica impresionista e intimidatoria, ya no con una clasificación ideológica ―al final de la historia Cuba es una de las naciones más débiles ideológicamente, si no confundimos la cosa con el fanatismo― pero sí con criterios morales: buenos y malos cubanos, plattistas o antiplattistas, clasificaciones todas que intentan posicionar en la arrancada del nuevo reparto del país a los que de algún modo ostentan poder. Si a los pobres de la isla, que forman legión, se les ocurriera ponerse de acuerdo para clasificar a los de arriba, ¿tendría ello algún impacto en el ámbito político? La pregunta es retórica porque todos conocemos la respuesta.
En todo caso, y más allá de esta discusión, la pregunta fundamental que debemos hacernos para no dejarnos impresionar por nada ni nadie es:quién define qué. Y la nación no la define un grupo autolegido, sino el ciudadano: el único legitimado para tales empresas. Simplemente la revolución como fuente de derecho, tal y como la definió el jurista español Jiménez de Asúa, es una concepción reaccionaria. Lo que tal jurista y sus seguidores pasaron por alto, quizá convenientemente, es que llega el momento en el que las revoluciones se hacen del poder, y ahí, desafortunadamente, no han diferido ni de las formas ni de las justificaciones de los modelos políticos más tradicionales. En muchos casos —el de Cuba es especial en este sentido— han revivido modos y fundamentaciones que se suponían sepultadas por la modernidad. Una ironía simpática es que, una vez en el poder, las revoluciones utilizan sin tapujos y profusamente los conceptos de subversión y estabilidad para defenderse de sus adversarios. Los conceptos políticamente menos revolucionarios que podrían existir y que harían aplaudir a Metternich, aquel canciller austriaco del siglo XVIII que logró la confabulación más estruendosa y fina contra la Revolución Francesa.
Y este análisis vale para los nuevos clasificadores, que curiosamente provienen del mundo religioso, muy dados al maniqueismo y a la autoconvicción de que ostentan la llave que conduce al juicio moral sobre el resto de los mortales. Una pretensión ciertamente injustificada.
Ante la fuerza del diseño criollo de nación, y de su mentalidad de base, me gustaría insistir en una constatación esencial: el ciudadano es el legitimador por excelencia, la fuente de derecho clave, si en verdad queremos evitar el regreso a los Estados de origen más o menos divino.
Si nuestra autorreflexión acerca del lugar en qué nos movemos, en torno a quiénes somos, de dónde venimos, y del momento exacto en el que estamos, pierde de vista aquella constatación, desaparece el único criterio orientador que puede conducirnos a la reinvención del país y de la nación sobre bases sólidas, duraderas y estables .
Las naciones muy diversas y plurales no maduran ni adquieren coherencia cuando ocultan y apartan al ciudadano. Por ello Cuba se perdió como proyecto de nación y viene terminando en una autocracia más o menos inculta, que a ciencias cierta no sabe qué hacer con el país, aparte de reprimir a sus ciudadanos.
El problema es el siguiente: solo se puede mirar, pensar y concebir a una nación como familia cuando es étnica y culturalmente homogénea. Y esto por ese lapso histórico en el que determinadas naciones pueden protegerse de la invasión de la modernidad, es decir de los derechos y las libertades al interior de las familias patriarcales. Pero cuando en un país es poblado por familias de diverso origen étnico y cultural, y de orientación plural, fracasa como nación si intenta fundarse sobre la dominación de una de sus familias culturales. Eso nos venía ocurriendo desde nuestra llegada al mundo, con lapsus muy pequeños de vida civilizada y moderna, hasta que llegó la familia del Comandante “y mandó a parar”.
Desde entonces nuestro proyecto de nación viene languideciendo, y cayendo subrepticiamente en las manos abiertas y reposadas de los Estados Unidos y de España: dos naciones que sí saben lo que quieren y a donde van. Es ciertamente penoso admitir que nuestra derrota como proyecto de nación está por aquí casi completa.
El asunto es tan serio que no deja de asombrarme ver a la elite oficial cubana cómo trabaja con esmero, y sin conciencia clara de lo que hace, a favor del proyecto Siglo XXI de los Estados Unidos de América. Ignorar que el nuevo puerto del Mariel solo tendría sentido inscrito en la ruta de dominación norteamericana y su nueva redefinición energética, e ignorar que ello se asocia al progresivo despoblamiento ordenado del país, que nos ata irremisiblemente a los contispados y fiebres de la sociedad norteamericana, solo es posible cuando la información analíticamente evidente es desdeñada por la arrogancia inmadura de quienes pierden dos sentidos fundamentales: el de realidad y el de los límites.
Ante estos hechos, ¿qué sentido tienen eso de revolucionarios y contrarrevolucionarios, cubanos buenos y cubanos malos, plattistas o antiplattistas? Madurar es condición necesaria para presentarnos más o menos equipados ante los momentos de crisis. Eso requiere un cambio de lenguaje y el uso apropiado de los términos adecuados a cada momento.
Yo, que no le reconozco preeminencia de juicio moral a la elite cubana, cualquiera sea su origen o ámbito, me oriento exclusivamente por el concepto, el valor y el eje del ciudadano para todos los asuntos que tienen que ver con Cuba. Lo demás, por muy importante que pueda ser, únicamente tiene un valor agregado, si lo tiene, para beneficio de la cultura.