Luis Antonio De Villena. El Mundo. España, mayo 4,
2001.
En España, José Lezama Lima (1912-1976) no fue conocido -y
minoritariamente- sino en los años 60. Sin embargo la mayor parte de
nuestros exilados que habían pasado por Cuba tuvieron buena y honda
relación con él. Lezama respetó siempre enormemente a Juan
Ramón Jiménez, a quien consideraba un alto maestro, y tuvo un
excelente trato -nunca dejaron de cartearse- con María Zambrano, cuya recíproca
relación intelectual (hasta donde sé) no ha sido aún
hondamente descrita.
Cuando triunfa la Revolución castrista en 1959, Lezama Lima era ya
una gran figura literaria en Cuba, acaso no estrictamente popular (¿puede
alguna vez ser popular Lezama?), pero sí emblemática y rodeada de
un gran prestigio. Había sido el fundador de la mítica revista Orígenes,
que aglutinó -desde 1944 a 1956- a grandes poetas y escritores de una
generación estelar...
Además, la poesía de Lezama Lima (que fue el inicial sustento
de su prestigio y su primera y última vocación) estaba publicada
en su casi totalidad cuando la Revolución llega. Desde su primer librito,
Muerte de Narciso, de 1937, hasta La fijeza, de 1949. Después vendrían
sólo Dador -en 1960-, una edición de su Poesía completa en
1970 y el ya póstumo Fragmentos a su imán, de 1977. No obstante, ¿se
podría considerar la obra entera lezamiana sino como una prolongación
de su universo poetizador y poético?
Lezama escribía poemas y esos ensayos protuberantes y creadores (herméticos
a menudo) como Analecta del reloj (1953), La expresión americana (1957) o
Tratados en La Habana (1958). Siguieron luego más -por ejemplo Introducción
a los pasos órficos de 1971, publicado ya en España- siempre en
esa prosa de ebullición, que incluso convierte en creación el
discurso que se quiere teórico. Pero es lo cierto -y a ello íbamos-
que Lezama distaba mucho de ser un desconocido o un oculto al inicio de la
Revolución de Castro. Sin embargo, los que descubrieron por entonces a
Lezama Lima y asistieron a la extraordinaria eclosión narrativa de
Paradiso, prodigaron la idea (José Agustín Goytisolo) de que
Lezama era un producto de la Revolución.
De otro lado -desde aquel exilio inicialmente nada prestigiado- se hizo ver
enseguida, y precisamente a partir de la edición mexicana de Paradiso (la
segunda, la primera es cubana, pero luego surgieron problemas) que, al contrario
de aquella propaganda prorrevolucionaria, la Revolución ponía
dificultades a Lezama Lima. Ello no fue así, sin duda, en sus primeros
tiempos, que fueron también los más liberales. Pero después
no ocurrió lo mismo.
En los años más duros de la represión castrista (los
70), Lezama, respetado pero algo incordio para los ideales marxista-leninistas,
no fue llevado a campos de concentración como otros homosexuales, pero sí
quedó prácticamente confinado en su casa de la calle Trocadero, en
La Habana vieja (hoy un pequeño museo lezamiano), entre las dificultades
para hallar medicamentos para su asma, como cuenta en cartas a su hermana Eloísa,
que vivía en Miami, publicadas después de la muerte del poeta.
Lezama vivió esos últimos tiempos casi arrinconado en Cuba,
mientras curiosamente su éxito internacional iba en aumento.
No, José Lezama Lima no fue en absoluto producto de la Revolución
castrista, pero es cierto que el éxito intelectual de esa Revolución
(fuera de Cuba) en sus 10 primeros años hizo de bocina y caja de
resonancia, a causa de que muchos de los que entonces la apoyaban (Julio Cortázar,
Juan y José Agustín Goytisolo o Valente, por referirme a algunos
notables) hubieran quedado fascinados, junto con la esperanza revolucionaria,
por ese verbo lezamiano -por Paradiso, singularmente- que es como un gran
banquete pantagruélico de palabras e ideas, que brotan de un pensamiento
barroco, esencialmente lingüístico. Ellos ayudaron a difundir esa
obra y la vincularon (directa o indirectamente) con la nueva Cuba, aunque ello
no fuera tan exacto.
Gastón Baquero (gran poeta, amigo y admirador de Lezama cuando vivía
en Cuba) me habló muchas veces de él. El destartalado cuarto de
estar de la casa/biblioteca de Gastón en Madrid estaba presidido por un
retrato de Lezama, y Baquero lo juzgaba un escritor genial e irrepetible, como
un extraño coral americano que se había apropiado -en el calor del
Caribe- de toda la cultura europea, hasta lograr que esa apropiación,
deglutida, se convirtiera en un producto literario nuevo, extraordinariamente
inquietante, original y sabroso.
Lezama Lima, homosexual casto, perseguía de lejos al guapo acomodador
de un cine habanero (me narró Gastón) al tiempo que, muchas tardes
-hablamos de los años 50- el padre Angel Gaztelu, poeta también
del círculo de Orígenes, dirigía el rezo del rosario en el
saloncito de la casa de la calle Trocadero, donde el gran Lezama -opulento y
fumador de puros- leía y vivía y soñaba junto a su madre...
Es seguro que la obra, difícil y magnífica de Lezama, tardará
en ser popular. Pero es seguro también que Lezama Lima es ya -y desde
hace años- uno de los grandes símbolos de la cultura cubana, tanto
para los que la hacen dentro de la isla como para los muchos que, hoy, la siguen
haciendo fuera de Cuba. Lezama: una gran fiesta de nuestro idioma.
"Paradiso": Una obra literaria total
42 «PARADISO» / JOSE LEZAMA LIMA
Jose Jimenez
Un paraíso habanero, una novela total, un aerolito del idioma. Para
el catedrático de Estética y ensayista José Jiménez,
prologuista de la edición que mañana puede adquirirse con EL MUNDO
por un suplemento de 275 pesetas, Paradiso es una de las mejores experiencias
literarias posibles, un viaje a las estrellas. El propio autor de esta
influyente narración en cierto modo autobiográfica, José
Lezama Lima proclamó que la obra «constituye hasta ahora la más
grande experiencia sensible e intelectiva realizada por un cubano, por un
americano también». Luis Antonio de Villena rememora la figura y
obra de este escritor singular.
Bienvenidos al paradiso habanero de José Lezama Lima, que es uno y el
mismo de cualquier ser humano que aspire a ir más allá de lo
visible, de lo inmediato. Hay libros y libros. El Paradiso que felizmente tienen
entre sus manos es una de esas raras piezas cuyo valor se dilata en el tiempo,
en el que no hace sino germinar y crecer. Es uno de esos libros insólitos
que encierran una multitud ilimitada de secretos y tesoros en su seno, todos
ellos al alcance únicamente de aquel individuo destinado a descubrirlos.
Que será siempre otro en la sucesión de los años.
Pero el libro es uno: Paradiso, un amplio volumen de más de 600 páginas
en su edición original de 1966, en La Habana. Recibida con no pocos
recelos, e incluso hostilidad, en la Cuba intensamente politizada del momento
(se sigue diciendo, incluso, que sólo una decisión personal de
Fidel Castro hizo posible en el último momento su publicación), la
novela pudo comenzar su andadura gracias a la defensa apasionada que de ella
hicieron «un grupo de excepcionales lectores», como los llamó
el propio Lezama: Julio Cortázar, Octavio Paz y Vargas Llosa.
José Lezama Lima (1910-1976) era ya considerado en el momento de la
aparición de Paradiso una de las figuras más relevantes de las
letras cubanas y latinoamericanas. (...) El lector de Paradiso se adentra
inicialmente en un buceo por los senderos de la memoria, conducido por un
lenguaje tan exquisitamente elaborado que uno llega a percibir a través
de él incluso los sabores y los olores de la vida en su proceso de
afirmación. Paradiso es un aerolito del idioma. La prosa, trabajada con
la morosidad de un cincel, nos lleva por un itinerario donde el lenguaje se
resuelve en imagen, atraviesa el tiempo, supera el límite de los años.
Pocas novelas han alcanzado en el siglo esa capacidad de construcción de
todo un orbe: el camino de la vida y el camino de la muerte forman un único
anillo en el paraíso habanero. El recuerdo y la fabulación
vinculan lo uno en lo otro, el individuo con el cosmos, la familia con la
Humanidad entera. Goce sin fin de la vida, goce sin fin del lenguaje hecho
imagen.
En un primer plano de lectura estamos ante algo similar a una «novela
de formación», «un Wilhelm Meister habanero» dirá
el propio Lezama, en referencia a la gran obra de Goethe. Pero en el curso de la
lectura comprendemos que los pasos en la formación del protagonista, José
Cemí, se conducen de forma desmesurada, transgresora, más allá
del ajuste del comportamiento individual al contexto de la sociedad y costumbres
de la época, en la línea en que se caracteriza ese género
de novelas en la tradición alemana. En Paradiso pasamos de lo telúrico
y lo insular a una visión cósmica de la imagen, que radicaliza los
sentidos y el alcance del libro.
A pesar de las señales previas, cuyo pleno desciframiento se alcanza únicamente
de forma retrospectiva, la comprensión demorada del destino al que nos
llevan las palabras se hace patente sólo en el Capítulo XIII, con
la aparición emblemática de «un ómnibus que viene del
sueño y va hacia la muerte». Se produce el paso de la pasión
a la inteligencia serena, que finalmente propiciará el descubrimiento del
mundo de los arquetipos, de lo eterno, que se revela casi al par que la muerte.
El horizonte último de Paradiso apunta así a una visión del
hombre no tanto como un ser para la muerte, sino como un ser para la resurrección,
para la vida eterna en la imagen, porque el hombre es el ser de la imagen, aquel
que hace o produce imágenes.
Los intentos de limitar Paradiso al trasfondo biográfico de Lezama no
dejan de ser un ejercicio reduccionista. Hay, ciertamente, muchos, innumerables,
materiales biográficos en la novela, pero siempre transcendidos. Desde el
punto de vista de su composición, el texto descansa sobre dos personajes
arquetípicos, dos encarnaciones de la imagen: José Cemí y
Oppiano Licario. El primero, en palabras del propio Lezama, «es el hombre
que busca el conocimiento a través de la imagen, el poeta». Mientras
que el segundo, Oppiano Licario, sería «un Fausto americano devorado
por un conocimiento infinito y por una memoria hipertrófica».
Así que, y siempre según el propio Lezama, cuyos testimonios
estoy siguiendo lo más fielmente posible, en Paradiso «no hay temas,
hay un entrecruzamiento contrapuntístico que ofrece tres momentos
esenciales. En el primero, es lo placentario, la madre, la que ocupa el huevo
germinativo. Es lo inmediato, lo cercano, lo cotidiano, que después va a
ser llevado también a lo que yo llamo el Eros de la lejanía, que
representa Oppiano Licario, la infinitud, el conocimiento absoluto, el morador
de la ciudad tibetana. Ambos, lo cercano y lo lejano, coinciden en un absoluto».
Cualquier lector que se adentra en esta selva de signos advierte
inmediatamente que no está ante una novela «al uso». Lezama
reconoce en ella una voluntad de totalidad que la aproxima al espíritu,
hoy lejano, del Gótico. Pero, sobre todo, la sitúa en una línea
de sobreabundancia expresiva y conceptual, la del Barroco, cuya savia fluye
revitalizada en las páginas del libro: «Mi novela es o está
dentro de un barroco fervoroso que asimila todos los elementos del mundo
exterior». Esa voluntad de asimilación de todos los elementos
conduce a la asombrosa y deslumbrante capacidad de síntesis, mucho más
allá de la mera erudición, que sorprende una y otra vez en
Paradiso.
No es una novela «al uso»: «Indudablemente que es una
novela-poema», reconoció también sobre su obra Lezama, pero
para explicar a continuación cómo fue comprendiendo que «el
poema podía extenderse como novela y que en realidad toda gran novela era
un gran poema». Eso es, en último término, lo decisivo en
Paradiso: se sitúa más allá de los géneros, lo que
la hace gravitar hacia el futuro. Es «una obra literaria total», a la
vez poesía, prosa narrativa y tratado filosófico, siempre de una
gran calidad, y de una tonalidad propia, intensamente original, en la que el
lenguaje alcanza su modulación más alta.
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