Belkis Cuza Male. Publicado el viernes, 9 de marzo de 2001
en El Nuevo Herald
Quizás un ángel le susurró que me escribiese. Gracias a
ese impulso podemos leer ahora su carta: "Mi nombre es Juan Francisco
Pulido Martínez. Soy un joven que llegó a este país hace un
año y tres meses. Publiqué un libro antes de salir, libro que ganó
el premio Vitral en 1999. Ahora estudio en la Universidad de St. Thomas, en St.
Paul, Minnesota. En Cuba sufrí mucho. No sólo espiritual, sino
también físicamente, la dura mano del totalitarismo. Tuve que
crecer muy deprisa para poder entender todo lo que estaba viviendo. Al final no
pude más y decidí abandonar. Mi renuncia se unió a la larga
lista de derrotas. Llegué a este país y me sentí triste (es
triste ser gato y ser tuerto). Pero poco a poco he ido descubriendo que el sol
sale cada día, sin que importen los 20 grados bajo cero que he vivido''.
Esta carta ha pasado a ser el testamento literario y político del
joven poeta y prosista cubano Juan Francisco Pulido Martínez. Cuatro días
después de escribirme por primera vez, se suicidó. Al recibir mi
respuesta y mi ofrecimiento de que enviase poemas a Linden Lane Magazine, me había
vuelto a escribir: "(...) Estoy en una etapa de crisis muy fuerte y no sé
si saldré de ella. Sé que mis cuentos y mis poemas sí
sobrevivirán''. Acabo de recibir la noticia de su muerte a través,
irónicamente, de Letras en Cuba, boletín de la internet que envía
Amir Valle desde la isla. Era su amigo, dice, y expresa su dolor por el suicidio
del joven en Minnesota.
Pulido me hizo llegar sus poemas y dos cuentos. En medio del dolor y el
espanto que me producen su muerte, esos materiales que le sobrevivirán me
llenan de una melancólica alegría. Puedo, como él, sentir
El aire en las orejas, como titula uno de los textos en prosa, y alargar la mano
y oler su desamparo, su tristeza, su soledad infinita viajando a través
del espejo de la vida, en busca de la isla que dejó atrás. Nacido
en los setenta, Juan Francisco Pulido es una voz-víctima, la de un joven
trucidado por la opresión, convencido de que "Nadie importa, tú,
yo menos.'', como dice en su poema. Aquella "dura realidad de los profetas
mudos'' lo llevó al exilio y declara: "(...) alguien que no existirá
más que para él y para su hambre / alguien que tiene hambre...''
Esa hambre más que física, de una libertad que sólo va a
encontrar en la muerte, porque ha vivido muriendo toda la vida, como muy bien
apunta en su carta: "(...) Le ofrezco mi sinceridad y mis deseos de que
este mundo cambie con esa verdad que hemos visto en las letras y no en los
uniformes''. Y se despide luego con un impresionante "Quédese con mi
abrazo''.
Y me he quedado así, con la sombra de ese abrazo. Está aquí
el joven Pulido recostado a mi hombro, lo veo llorar entre la luz de su
tormento. Heredera soy, pues, de esos desolados poemas, de esos gritos, de esa
hambre suya, hambre metafísica. Pasada la medianoche recibí
aquellas dos cartas. ¿Por qué no pude hacer más por él?
¿Por qué no dijo que estaba acosado por los fantasmas? "Himnos,
consignas, / ladridos desgarradores de gargantas / llenan el silencio, / matan
el silencio / crucifican el silencio / amparados en carteles / que prometen
aplastar a los callados''. Gracias a esa carta-testamento, sé que su
muerte engrosa la larga lista de víctimas del castrismo.
Por otra parte, leo en Letras en Cuba, no sin dolor, sobre otro crimen; cómo
el sistema tuerce y retuerce la vida de los escritores, cómo los hace añicos.
Leo el discurso vergonzoso de Antón Arrufat al recibir el Premio Nacional
de Literatura, bien meditado, que puede leerse como un texto doble, acusatorio,
y finalmente de doblez. Bajó la testa Arrufat para dejar que le colocasen
la medalla del Premio Nacional de Literatura; el compromiso idiota por el que
tras 14 años de humillaciones, torturas sicológicas, abusos,
marginación y menosprecio de su persona y de su obra, ha sido finalmente "exonerado''
de un miserable crimen de opinión, de una inocente obrita de teatro --Los
siete contra Tebas--, de referencias anticastristas. El autor es ahora un manso
anciano que se mira en el espejo para cerciorarse de que está vivo. Pero
yo estoy segura de que cuando Antón Arrufat intenta mirarse en el espejo
descubre que no existe, que ha muerto hace años luz para ese gobierno
opresor que tiene la bota puesta sobre los cubanos. Qué vergüenza
siento por ese Arrufat, tan sutilmente irónico siempre, con sus pasitos
suaves, sus maneras de señorito solterón, traicionando la memoria
de su amigo, el pobrecito Virgilio Piñera, al que ahora lleva y trae como
flor en su ojal.
Triste es el día y triste la noche en nuestro país: dos
escritores, uno viejo y atropellado por el sistema, y otro joven, muy joven, "cansado
de canciones gastadas y consignas malolientes'', como asegura en su poema,
definen de modo distinto su trayectoria frente a la opresión. |