CUBANET... INTERNACIONAL

Enero 25, 2001



Sol en saldos

En 1994, hombres y mujeres se lanzaron en balsas al mar, buscando un futuro distinto lejos de Cuba. Desde su exilio parisino, con el lenguaje fresco y jovial que distingue su estilo, la autora de "Café Nostalgia" recrea esos días: imágenes y sensaciones de la vida cotidiana en una isla donde el calor, las privaciones y la política se trenzan en el agobio de un verano eterno.

Zoe Valdés. El Clarín Digital. Enero 21, 2001.

Creía que se me partiría el pecho de una apoplejía, estaba cayendo candela, llovían raíles de punta candente, por momentos se podía respirar un vaho carbonizado. El verano del año 1994 fue el más endiablado de todos. ¡Agua p''a Mayeya!, pedía yo en ritual africano invocando la lluvia. Rogándole a la Milagrosa que trabajara su poco, no seas tan haragana, chica, ponte p''a la maldá, tú niña, y haz uno de esos milagros tuyos, sin chapucería, eso sí; no arrugues que no hay quien planche. Que nos enviara una o dos gotas de lo que a ella se le ocurriera, una escupida, o un chorrito de orine. ¡Cualquier barbaridad, por tu madrecita adorada, con tal de refrescar esta cabeza que me latía y me iría a estallar como un siquitraqui!

Emiliana y yo sólo habíamos vivido pura canícula a pulso. Nada de tiritar de frío como en las películas francesas donde la gente respira y habla y echa humito por la boca, ni mucho menos paisajes con hojas doradas de otoño cayendo en ralenti de los árboles pelados, y a ver ¿qué significaba aquello de los vivos colores primaverales en el Adagio de Albinoni? ¡No, hombre, no! Un calor del recoñísimo de su madre y sanseacabó. Si nos interrogaba la policía sólo podíamos testimoniar de la vegetación chamuscada el año entero y de cuatro viejos calcinados en un sanatorio ubicado en la acera opuesta a la de la sombra. Desde la maldita tarde fogosa de agosto en que Emiliana nació hasta aquel de sus veinticuatro años apenas había experimentado variación; calor o calor intenso. El día en que Emiliana vio la luz del mundo por primera vez casi queda ciega; el sol rajaba las piedras y achicharraba las córneas; en cada pujo su madre destiló muchos más litros de sudor que de sangre y de lágrimas. ¡Una auténtica pila abierta!

Diez minutos después de conocerla en aquel mediodía de verano, airada recalcó que en ese frenético país los meses llevaban nombre por gusto, siempre había escuchado exclamaciones similares a: ¡Parece como si estuviéramos en agosto, qué calor, madre santa, en pleno febrero! ¡Qué mes de enero tan pegajoso! ¿Quién ha dicho que en diciembre toca el invierno? ¡El asfalto se ablanda con estos calores! Mejor —expresó— hacemos del año un mes de trescientos sesenta y cinco días y punto, y que se llame puro agosto.

La estúpida existencia de Emiliana había transcurrido sudando y sedienta. ¡Ni jugar se podía, caballero! Yo quisiera que hubieran visto a los gorditos, caían como pollos con el pescuezo retorcido. Para colmo a principios de julio el novio decidió pelearse con ella y largarse a Suecia, casado con una rubia altísima de cuatro pelos enhiestos de mazorcas de maíz en la cabeza, una piel como de nieve; quien además cuando se bañaba lo hacía delante de todo el vecindario flagelándose con unos gajos de la mata de ciruela del patio de la casa. Mejor que se vaya p''al carajo, o sea a Suecia, se consoló ella en relación al imprevisto abandono de su novio; así no se veía obligada a soportar sus sobacos grajientos, ni el aliento quemándole la nariz con vahos que evocaban oleadas de arenas del Sahara, ni la portañuela amarillenta de sajornera —quiero decir salpullido— en los entremuslos.

Para mayor desgracia, su mejor amiga se empeñó en seguir el camino de los padres y hermanos de Emiliana. Quienes fabricaron una embarcación con dos latones de basura, seis vigas del artesonado del techo, cuatro gomas de rastra; las velas eran dos sábanas floreadas y podridas. Según las listas de los sobrevivientes y desaparecidos que repetía la radio yuma, o sea estadounidense, la cual se podía escuchar encerrada en el wáter gracias a una antena confeccionada con alambres de pomo de yogur, los padres y la amiga —navegando con suerte— tenían dos opciones, una: carenar en una isla menos neurótica y estropeada de la que salieron, y dos: aterrizar en las tripas de los tiburones.

Hasta aquí todavía yo no conocía a Emiliana. Todo esto me lo contó mientras nos derretíamos de calor en una playa pordiosera para nativos.

Emiliana se sintió desolada sentada en una roca diente e''perro de Santa Cruz del Norte, zona donde los franceses llevan años cavando en la arena, intentando extraer crudo de petróleo y sólo obtienen azufre crudo; la muchacha quiso virarse para alguien con quien poder compartir sus penas, pero no quedaba un alma; la gente contagiada de los virus del verano se tiraban al mar a montones. Miamitis mieditis, hambritis, dictaturitis aguda, diagnosticaban los matasanos por debajo del tapete. No pensó en suicidarse pues eso complicaría aún más las cosas. Si conseguir un sencillo abanico, o un pedazo de periódico, o un cacho de cartón para echarse fresco había sido un calvario, y al final la búsqueda resultó un fracaso; peor sería armarse de un instrumento para arrancarse la vida.

Por suerte llegué yo a sentarme en el muro, y me tocó un pedruzco de piedra junto a ella. Digo "me tocó" porque allí hasta la esquina de un banco en un parque está racionado. Hacía una semana que yo no masticaba ningún alimento, sólo bebía agua con azúcar prieta, se me estaban aflojando las muelas debido al desuso; desde hacía cuatro años me dolía sin interrupción la cabeza ya que necesitaba espejuelos; para colmo estaba seriamente estreñida, a punto de una obstrucción intestinal, por falta de grasa; pero yo he sido siempre muy optimista, y sigo un plan de auto reanimación positiva que consiste en poner al mal tiempo buena cara. Nada más hice saludar con un ¿qué bolá con tu cake? a Emiliana.

Entonces aprovechando ese chance de simpatía espontánea en que yo bajé la guardia ella se tumbó a moquearme el hombro y me disparó su gorrión como una Pepechá (metralleta bola, o sea rusa). Mi estómago roñoso, más vacío que un estadio bajo aguacero, inició su concierto de Bach-tá, o sea batá ligado con Bach, letanía más que fuga. Hacía tanto tiempo que no me daba una gripe así que tampoco podía comerme mis mocos, por lo tanto aproveché la oportunidad y lamiendo su cara devoré los de la desdichada, quien al menos aún conservaba sensibilidad y podía evacuar llanto y catarro aliñados con emoción; la flema al menos me entretuvo el esófago.

—Si quieres puedo estrangularte y luego echo tu cuerpo al mar; no te inquietes; no te comeré, no soy caníbal—, afirmé relamiéndome.

—Me asusta el excesivo brillo de tus ojos—, murmuró Emiliana.

—No es más que miopía, necesito gafas; ah, y las pupilas demasiado dilatadas... Vaya usted a saber con qué basura mezcló el talco el guardia de vigilancia que me lo suministra.

—¿A cambio de qué?—, preguntó la ingenua Emiliana.

—Oh, una bobería, a cambio de ir a vociferar consignas a la Plaza.

—¿Yo no sé por qué esta gente que gobierna aquí no acaban de aprender, a ver qué tienen en contra de la jama, tú, por qué no venden comida, en lugar de esa basura que puede matar a cualquiera?

—¿En qué parte está escrito que el verdugo te regala una cabeza adicional para reemplazar la que te corta?

Ese fue el peor verano de mi vida; quizá porque me pareció el más largo. Emiliana y yo gastamos un recojonal de tiempo embotadas contra las rocas. El hambre, la sed y el miedo nos obligó a perder los estribos. De súbito Emiliana empezó a reírse, la carcajada fue montando como merengue a punto de caramelo. Yo también me retorcía de la risa, acostada despellejándome la espalda encima del áspero y salitroso suelo.

—Si no fuera por Emiliana

nos quedaríamos con las ganas,

de tomar café, de tomar café...

Cantamos a coro y nos moríamos de risa histérica.

—Tu sabes... ay, me duele el estómago de tanto... ay, no puedo... Tú sabías que en otros países... ay, la gente se marcha de vacaciones a esquiar, ji, ji, ji, ja, ja, jo...

—Caramelo a quilo, caramelo...

Nos despatarramos de la carcajada hasta que nos dormimos.

Los cadáveres amputados nos despertaron por la madrugada, trozos de cuerpos inflados cubiertos de caracoles y algas oscilaban contra la arena empujados por el oleaje. Emiliana y yo esta vez nos reímos por inercia, no supimos en ese momento qué otra cosa hacer.

Zoé Valdés es escritora. Su último libro es Querido primer novio.

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