Ariel Hidalgo. Publicado el lunes, 22 de enero de 2001 en
El Nuevo Herald
La Habana estornuda y Miami se acatarra. Las recientes declaraciones del
segundo hombre de Cuba sobre la futura época poscastro hizo pensar a
muchos por acá en la posible muerte del gobernante cubano, y columnistas,
políticos, académicos y comentaristas radiales no hablan más
que de lo mismo.
La imagen que se proyecta es la de una oposición que ya sólo
cifra sus esperanzas en el deceso natural de su poderoso adversario, en la
creencia de que la única solución para lograr la transición
en el sentido que ellos la desean es dejando las cosas en manos del tiempo y de
los procesos biológicos naturales.
No quieren recordar que tras la muerte de Lenin en Rusia no vino el derrumbe
del régimen que él fundó, sino un sucesor --Stalin-- veinte
veces más represivo: canceló la Nueva Política Económica
de apertura al exterior de su predecesor, desató los procesos de purgas y
levantó innumerables campos de concentración; un sucesor que
tampoco fue el último, porque también tras su muerte en 1952
vinieron otros gobernantes durante 37 años más.
Tampoco se produjo el cambio político en China tras la muerte de Mao
Tse-tung, ni en Vietnam tras la muerte de Ho Chi Mihn, ni en Corea tras la
muerte de Kim Il Sung. Y no saquen el ejemplo de Trujillo, porque la Cuba
castrista no puede compararse con las dictaduras tradicionales latinoamericanas
enmarcadas en los modelos oligárquicos burgueses. Se trata en este caso
del llamado modelo del "socialismo real'', donde todo el poder político
y económico, concentrado en manos del estado, deja muy poco margen de
maniobra a otros posibles factores sociales.
La verdadera fortaleza no reside en la voluntad de ningún individuo
en particular, sino en la conciencia cívica de la ciudadanía
Y aun así, los casos de cambio político de un país por
muerte del jefe de estado son muy raros. No cambió Haití con la
muerte de Duvalier padre, ni tampoco Nicaragua con las muertes sucesivas de los
dos primeros miembros de la dinastía Somoza. Tampoco pudieron los
nihilistas rusos acabar con el zarismo tras el atentado exitoso contra Alejandro
II.
Y sin embargo, quienes ambicionan la muerte de la principal figura de un régimen
en la errónea creencia de que tal muerte conduce inevitablemente al fin
de ese régimen, se consideran a sí mismos, paradójicamente,
"radicales'', cuando en realidad es la más superficial de todas las
vías. El único país de Europa del este que en las
turbulencias de 1989 practicó el tiranicidio, Rumania, fue también
el único país donde el viejo régimen se prolongó aún
por unos años más bajo el liderato de un viejo comunista.
Parodiando a Vaclav Havel, rechazamos la violencia y en particular el
tiranicidio no por ser demasiado radical, sino por el contrario, por ser muy
poco radical. Y explicando por qué los disidentes de regímenes
como el de Cuba no adoptan esos métodos, Havel explicó que "se
dan cuenta de que las raíces del problema están en un terreno más
profundo''.
Deberíamos recordar hoy el golpe militar de Columbia del 52 y
preguntarnos por qué nunca el Pentágono ha dado un golpe militar
contra la Casa Blanca. ¿Es que todos los políticos de este país
han sido unos santos varones despojados de ambiciones? Nada de eso. ¿Ha
sido, acaso, por la excelencia de las leyes de este país? Tampoco, porque
los cubanos teníamos en 1952 las más avanzadas instituciones
democráticas del continente. La respuesta está en otra parte: que
la verdadera fortaleza no reside en la voluntad de ningún individuo en
particular, ni en la perfectibilidad de las instituciones mismas, sino en la
conciencia cívica de la ciudadanía que coloca las instituciones
democráticas --por muy imperfectas que sean-- por encima de cualquier
personalidad.
Cierta vez soldados japoneses y norteamericanos se atrincheraban unos frente
a otros. Un americano comenzó de pronto a insultar en voz alta al
emperador Hirohito. La indignación llevó a los japoneses a
lanzarse de forma suicida contra sus enemigos y sufrir así innumerables
bajas. Tomando nota de la experiencia, los japoneses comenzaron a insultar en
voz alta al presidente Roosevelt. Por un momento hubo silencio y luego de la
trinchera americana salió una voz: "Tienen razón. Por culpa
de ese desgraciado estoy yo aquí''. Y sus compañeros, bromeando,
le dieron la razón.
El fanatismo, el culto a la personalidad, el odio, la indolencia por las
instituciones democráticas y otros males del alma harán siempre a
los pueblos inmaduros, pasto de las tiranías. La revolución que aún
falta por hacer no ha de librarse ni en las calles ni en las montañas,
sino en tu propio corazón.
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