Daniel Morcate. Publicado el jueves, 4 de enero de 2001 en
El Nuevo Herald
Sectores del exilio cubano celebran con júbilo y esperanza la
victoria de George W. Bush en la disputada contienda presidencial. Y no cabe
duda de que tienen motivos para celebrar. Pocas comunidades étnicas
respaldaron con tanto entusiasmo y en forma tan abrumadora al candidato
republicano. Y acaso ninguna fue tan decisiva en el crucial estado de la Florida
como la cubanoamericana, tal y como ha sugerido el propio presidente Clinton, al
lamentar en una entrevista con Dan Rather de la CBS la posibilidad de que el
mess o desastre de Elián González haya sido uno de los factores de
la derrota de su candidato Al Gore. Consumado el triunfo de su favorito, sin
embargo, se abre ahora una etapa no menos difícil para los
cubanoamericanos, la de sacarle partido con sensatez e inteligencia, sin
olvidarse de mostrar sensibilidad y reclamar beneficios para otras comunidades étnicas
que los necesitan con urgencia.
El presidente electo no ha tardado en reconocer con acciones concretas el
valor que le da al apoyo que recibió de los cubanoamericanos. La más
evidente es el nombramiento de Mel Martínez como secretario de Vivienda y
Desarrollo Urbano, el primer cubanoamericano que ocupa un puesto de gabinete en
este país. Bush al parecer considera a otros para cargos de influencia,
sobre todo en el ámbito latinoamericano, e invitó a varios a su
primera reunión con dirigentes hispanos nacionales desde que se confirmó
su victoria. Además, aceptó de buen talante ensayos que le
presentaron cubanoamericanos con sugerencias para su futura política
hacia Cuba.
Pese a estos primeros gestos de reciprocidad por parte del presidente
electo, la comunidad cubanoamericana no debe confiar meramente en su buena
voluntad a la hora de promover sus intereses dentro del futuro gobierno. Con el
triunfo de Bush, las fuerzas políticas, comerciales y académicas
que socavan esos intereses se han debilitado, pero no han desaparecido. Algunas
continuarán haciendo lo que puedan para influir sobre el nuevo equipo
republicano y el Congreso. Y su propósito seguirá siendo minar el
poder político cubanoamericano, promover la coexistencia incondicional
con la dictadura de Fidel Castro y preservar la infame política
migratoria que trata a los cubanos que de ella huyen como meros refugiados económicos
que merecen ser deportados sin miramientos.
Los cubanoamericanos de recién adquirida influencia nacional han de
evitar la tentación de sus homólogos demócratas que,
durante el gobierno de Clinton, aplaudieron, justificaron o hicieron mutis ante
cada atropello clintoniano a los intereses de nuestra comunidad. Y todo por
preservar prebendas, negocios y puestecitos de ínfima categoría. O
por observar una absurda disciplina partidista que asfixia la independencia de
criterios y la disensión. En lugar de ello, la nueva hornada de líderes
cubanoamericanos debería elaborar un programa concreto de objetivos y
promoverlos en los círculos de poder.
Ese programa podría incluir, por ejemplo, la revisión y
eventual anulación del acuerdo migratorio entre Estados Unidos y Cuba que
permite interceptar balseros cubanos en alta mar y deportarlos a la isla; la
promoción, en su lugar, de otro que facilite la huida organizada de Cuba
de los cubanos que deseen hacerlo y su distribución en distintos países
que se hallen en condiciones de aceptarlos; el aumento significativo del
respaldo político, moral y económico a la oposición en la
isla; la denuncia documentada y eficaz de las violaciones castristas a los
derechos humanos en foros internacionales; el fortalecimiento de Radio y TV Martí;
la persuasión de la Unión Europea para que reemplace su actual política
de inversiones incondicionales en Cuba por otra que las condicione al progreso
democrático y humanitario, en especial al respeto a los derechos de los
trabajadores cubanos; la respuesta enérgica a cada agresión física
del castrismo a Estados Unidos, incluyendo a su comunidad cubanoamericana; y la
orientación de la opinión pública estadounidense sobre
asuntos cubanos sin la cual muchos de estos objetivos jamás se podrán
lograr.
A los líderes cubanoamericanos también les convendría
evitar la funesta tentación de ignorar las intereses e inquietudes de
otras comunidades, sobre todo las hispanas, que con razón esperan verse
debidamente representadas por todos y cada uno de los latinos que acceden a los
círculos de mando. En tal sentido, los modelos a imitar podrían
ser los congresistas demócratas Luis Gutiérrez de Illinois y Bob
Menéndez de Nueva Jersey, quienes, durante el gobierno de Clinton, se
destacaron en la defensa de causas comunes de todos los hispanos. A la inversa,
los modelos a soslayar son los que encarnaron congresistas como José
Serrano de Nueva York y Xavier Becerra de California, quienes ejercieron su
influencia sobre el gobierno saliente con fanatismo ideológico y miopía
etnocentrista.
Muchos cubanoamericanos no son los únicos que tienen grandes
expectativas respecto a la ascendencia política que han adquirido algunos
de sus líderes. También las tiene, por motivos exactamente
contrarios, el dictador Fidel Castro. Eso quedó claro en sus recientes
andanadas histéricas al presidente electo, a su futuro ministro Martínez
y a todos los exiliados que propiciaron el cambio de gobierno en Estados Unidos.
De nuestros nuevos dirigentes dependerá que las esperanzas de los
exiliados y las aprensiones de Castro se vean finalmente justificadas.
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