Ramón Ferreira. Publicado el lunes, 1 de enero de
2001 en El Nuevo Herald
Fidel Castro siempre fue un alumno equivocado. De los profesores jesuitas en
vez del catecismo aprendió que la letra con sangre entra. De Karl Marx, a
restar en vez de multiplicar. En la Sierra aprendió a esperar que otros
le despejaran el camino hacia el poder sin tener que disparar un tiro. Y cuando
se lo entregaron con tarima y micrófono para que explicara lo que traía
en el cerebro, necesitó seis horas para revelar que el pasado había
terminado y el futuro empezaba y terminaba con él.
Su fracaso como dictador no se debió a falta de tutores. Pero durante
cuarenta años se viene empeñando en aplicar a su dictadura una
mezcolanza de experimentos derivados de su desprecio por la religión, la
economía y los derechos humanos.
Nikita Kruschov le enseñó las armas para amedrentar mientras
consolidaba el aula; Gorbachov intentó explicarle cómo suplantar
el miedo con la esperanza; Yeltsin le demostró cómo se logra,
saltando de un tanque a la presidencia. El Papa lo absolvió de todos sus
pecados de aprendiz. Y Putin --tan comunista como Nikita, Gorbachov o Yeltsin,
tal vez más tirano que el propio Fidel-- cómo pudo colgar las
insignias más infames y represivas de la KGB y ponerse el traje civil de
la democracia. Pero el alumno sigue siendo bruto por naturaleza.
Parte de la culpa de que Fidel insista en que el capital no es necesario si
todos somos pobres, tal vez se deba a los tíos que a través de sus
experimentos fueron sufragando sus variantes de tiranía. Kennedy, pagando
con un tratado de no intervención; Johnson, Carter, Reagan y Clinton,
sosteniéndolo con migajas para que sus alumnos siguieran fieles a un
profesor que tenía hipnotizados a los descontentos en el mundo entero,
incluyendo a los suyos.
El Tío Sam, siempre millonario, siempre a mano y generoso con quienes
progresan por el laberinto de la política hacia un régimen democrático
definido, está condicionado a que los esfuerzos eliminen la represión
y no le salpiquen la bandera. Fidel sigue aplicando el látigo y quemando
la bandera cada vez que el Tío Sam trata do enmendarle las notas.
América Latina intenta enterrar de una vez y para siempre las ideas
con que Fidel arma a sus alumnos, para que consigan el poder que él
alcanzó con un discurso interminable y sigue repitiendo como si el mundo
fuera sordo o tan lento de entendimiento como él.
La palabra "dictador'' ya es inaceptable, por disfraz que se ponga. Ya
el Tío Sam se siente vulnerable cuando dispensa beneplácitos o
intenta disimular los deseos de libertad de los puebles que la piden mientras
aplauden a sus tiranos. El dictador diminuto de Corea del Norte, por sus cientos
de miles de gimnastas, el gigante de Cuba por los suyos, sin otro derecho que
demostrar su entusiasmo en fila.
El nuevo Tío Sam se enfrenta a un dictador encerrado con alumnos en
el aula, pero dependiendo como siempre de ese tío lejano, pero
omnipotente que le puede seguir suministrando como hasta ahora las pizarras y
las tizas para seguir imponiendo su teoría de la supervivencia del más
dócil. Un Fidel que se cree profesor de todo porque no le ha salido un
discípulo respondón.
AFidel no le queda nada que aprender y a Washington nada que enseñar.
Es hora de que el Tío Sam le borre la pizarra y le quite el micrófono
para que Fidel se vea forzado a salir del aula. El pueblo cubano ya está
adoctrinado para recibir el diploma fidelista ganado con sudor y sangre y salir
al mundo a olvidar lo aprendido y formar parte de una sociedad donde se puede
sentir libre de ser rico.
Tal vez la solución de Cuba dependa de otro tutor, uno que aplique la
lección del látigo y la zanahoria. El pueblo cubano está
hastiado de paliativos a su tormento, y pudiera ponerle fin por métodos más
tradicionales, pero sangrientos. Algo que obligaría a Fidel al genocidio
y haría responsable al Tío Sam.
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