Jorge Ebro. Publicado el miércoles, 28 de febrero de
2001 en El Nuevo Herald
Engañados los abuelos, desilusionados los padres, la nueva generación
cubana no espera nada de un sistema que recorta las libertades y rompe las
aspiraciones de alcanzar un nivel de vida decoroso. Desorientados y divididos, a
los jóvenes no les queda otra opción que emprender el camino del
exilio. Quedarse implica una especie de muerte en vida, la triste expectativa de
convertirse en un vegetal andante.
Nada hay más terrible que ver el paso del tiempo y comprobar que uno
sigue en el mismo punto, que lo mil veces repetido en las escuelas sobre "la
satisfacción creciente de las necesidades del pueblo'' no es otra cosa
que una vulgar mentira y que la sana ambición del progreso personal
resulta una quimera en un estado de cosas que tampoco privilegia al colectivo,
sino a un grupo.
Los abuelos y los padres tratan de advertir, pero los jóvenes deben
tropezar con la piedra de las negaciones para que el encontronazo con la
realidad deje huella. Las verdaderas cicatrices llegan a la hora de iniciarse en
la vida laboral. La universidad, en muchos casos, es una burbuja donde todo es
borroso e inseguro, pero el primer día de trabajo viene a ser como el
golpe en la frente. "Despierta, que estamos en Cuba''.
Los que pueden, los que hallan la forma, se van. Al norte o al sur, se van.
Sin saber qué va a pasar con sus vidas, pero seguros de que cualquier
futuro, bueno o malo, es al menos un futuro. En la isla no lo habrá, tan
sólo ese lento correr de un día tras otro hasta darse cuenta de
que se tienen sesenta años y nada productivo se ha hecho. Y entonces nos
damos cuenta de que el tiempo pasó su inevitable factura.
Se quieren ir millones, especialmente, los profesionales, aquéllos
que transitaron estudios superiores y, de alguna manera, reconocen que la
universidad fue el punto más alto de sus carreras y que la mayor
satisfacción que encontrarán en sus trabajos será cuando el
reloj marque las cinco de la tarde para marchar a casa. Salir de Guatemala en
busca de Guatepeor.
Todo se resume en fingir. Fingir que se trabaja, que se vive, que se es
feliz, que se está enfrascado en un importante proyecto que ahorrará
millones de dólares al país o se prepara el gran libro contra el
imperialismo. Esconder el dolor tras la máscara, subirse al escenario y
esperar. Esperar el momento en que la pesada verja del sistema deje pasar un
poco de luz. Y escapar.
Como un errático patrón, la historia de las huidas se repite
de este modo: jóvenes no profesionales se lanzan al mar o ganan el sorteo
de visas. Los profesionales tratan de buscar una invitación al extranjero
por colegas afines o aprobar una beca de una institución foránea,
aunque a muchos no les queda otro remedio que montarse en una balsa. Por algún
extraño designio pocos graduados universitarios ganan la lotería
de visas.
Pero las redes del régimen son estrechas, tan estrechas que a veces
forman una maraña impenetrable. Para viajar al exterior, los
profesionales necesitan una "carta de liberación'' del sector donde
laboran. Tres párrafos decisivos que habrán de tener debajo la
firma del propio ministro. No son capaces ni de camuflar el nombre de la
esquela. En definitiva, dirán, uno les pertenece de hecho y de derecho.
Llegar al ministro, en Cuba, para estos menesteres, puede compararse con
subir al Himalaya. Hay que vencer una sucesión de secretarias, jefes de
despacho y funcionarios intermedios. El temible engranaje de la burocracia echa
a andar con su paso de torturga, mientras se vence la visa, o pasa el momento de
las vacaciones.
En ese ínterin se pierden el pelo, los nervios; se baja de peso o se
aumenta, según la ansiedad; desaparecen las uñas luego de tantas
mordidas, porque el ministro es lento, infinitamente lento a la hora de dibujar
su garabato ininteligible. Además, tiene tantas otras cosas importantes
de que ocuparse. Puede que la solicitud nunca llegue a él. Puede que
nunca se digne firmarla.
Aunque siempre desconfíe, esa firma es la especie de contraseña
que espera el oficial de inmigración, que se pregunta internamente cómo
pueden dejar escapar a este muchacho. El sabe que el gobierno protege a sus
profesionales, que combate el "robo de cerebros'' por parte de las
potencias extranjeras. Con desgana, después de revisar los mil cuños
y permisos, abre un poco la compuerta. Es el momento de no mirar atrás.
El profesional se queda, donde sea y como pueda, dispuesto a limpiar pisos o
cargar cajas hasta encontrar su oportunidad, pero en busca de un futuro, el que
sea. El gobierno lo acusará de traidor, de haberse dejado seducir por el
oro enemigo. El gobierno no se da cuenta de que es su propio enemigo, que nadie
le ha robado un cerebro. De tanto querer controlarlos, él mismo los
destierra.
Periodista cubano recién llegado de la isla.
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