Por Jesús Hernández Cuellar.
CONTACTO Magazine. Abril 26,
2001
No hay por qué ocultarlo. América Latina, en términos
de masas, no siente la más mínima simpatía por Fidel
Castro, pero en muchas direcciones sí siente antipatía por
Estados Unidos.
Hay que aceptar que las relaciones de Washington con América Latina
fueron tortuosas, especialmente en el pasado, durante los días de la
ocupación de México por la tropas estadounidenses, el desembarco
de marines en Guatemala, Nicaragua, la propia Cuba, República
Dominicana, Panamá, y la no siempre acertada incursión del cuerpo
diplomático norteamericano en las capitales latinoamericanas.
Estos sentimientos corren de la mano de jefes de Estado, cancilleres,
intelectuales y el pueblo asalariado. La memoria histórica tiene efectos
devastadores en las relaciones de los pueblos. Visto desde el sacrosanto ámbito
de la democracia, se trata de un derecho. Pero he ahí que de derechos se
trata.
La larga y agotadora batalla por conseguir en Cuba una sociedad de derechos
ha tenido que ser divulgada durante muchos años por los exiliados
cubanos, principalmente por aquéllos que eligieron o tuvieron que vivir
en Miami, una ciudad norteamericana que es sede de las principales
organizaciones anticastristas.
El Exilio Cubano y América Latina
Ha tenido que ser así porque muchos cubanos ahora exiliados tuvieron
en su país sólo dos alternativas: el exilio o la cárcel.
Miami, situada a poco más de 180 kilómetros de Cuba, fue el sitio
apropiado para esos cubanos. Estados Unidos les abrió prácticamente
todas las puertas, y ha mantenido una política consecuente con los
postulados de gran parte de la oposición cubana: sanciones económicas
contra Castro, condenas en foros internacionales y normalización de
relaciones condicionada a la creación en Cuba de una sociedad democrática,
con libertades y derechos.
Con el paso del tiempo y una gran campaña orquestada desde La Habana,
la voces anticastristas de Miami han sido identificadas como un eco de la voz
de Washington, aunque desde hace más de 20 años no es la Casa
Blanca ni el Congreso los que dictan al exilio lo que hay que hacer, sino que
es el exilio el que ejerce su poderosa influencia política y económica
en los círculos de poder de Estados Unidos respecto a Cuba.
Pero por los rezagos de la memoria histórica, una buena parte de América
Latina no quiere escuchar ni hablar sobre Cuba. Para ese sector, condenar a
Castro equivale a respaldar a Estados Unidos. Esto, unido a una pobre actividad
internacional de la oposición cubana, ha creado una incomunicación
notable entre el exilio y ese gran universo de cultura e historia idénticas
que es América Latina.
Los sectores sordos del continente saben que en Cuba se violan los derechos
humanos todos los días desde tiempos inmemoriales, no quieren para sus países
el sistema político imperante en la isla caribeña y si suman
todos los acontecimientos relacionados con su independencia, hallarán
que durante poco más de 30 años Fidel Castro ha violado la
soberanía de sus respectivos países tanto o más que el
propio Washington en 200 años, a través de la subversión
guerrillera, el apoyo a movimientos terroristas, el subsidio a grupos
desestabilizadores y el continuo ataque verbal al comportamiento de gobernantes
e individuos que han tenido la lucidez de defender los derechos del pueblo
cubano.
La incomunicación entre el exilio cubano radicado en Estados Unidos y
grandes sectores de América Latina es, sin lugar a dudas, un error de
ambas partes. Una relación más estrecha entre ellos beneficiaría
tanto a unos como a otros. El exilio cubano está perdiendo numerosos
aliados en su histórica batalla por establecer en Cuba una sociedad
democrática. América Latina está perdiendo la abrumadora
capacidad de cabildeo del exilio cubano en las áreas de poder de
Washington. Hasta donde se sabe, ningún país latinoamericano ni
ninguna organización hispana de este país tienen la capacidad
total de influencia en la Cámara y el Senado de Estados Unidos, y ahora
nuevamente en la Casa Blanca, que tiene el exilio cubano. George W. Bush cree
firmemente que le debe su puesto de presidente al triunfo que le concedieron
los exiliados cubanos en Florida.
Ese aparato de "lobby" podría estar también al
servicio de América Latina en los corredores de Washington. De hecho,
Miami es ya la capital del comercio entre Estados Unidos y los países
latinoamericanos. Desde Miami, sólo símbolos de progreso han
viajado a América Latina. Desde La Habana, sólo confrontación
y frases de odio, junto al fracasado propósito de crear en el continente
esquemas políticos que según los autores del "Libro Negro del
Comunismo" produjeron al mundo 100 millones de muertos.
La Oposición Interna y América Latina
En Cuba, mientras tanto, en la última década se ha
desarrollado, a pesar de Castro, un movimiento serio de defensores de los
derechos humanos. Ese movimiento vive y trabaja bajo el acoso de la policía
política (Seguridad del Estado). Muchos de los miembros de ese
movimiento, que aglutina a activistas, periodistas, economistas, abogados y
educadores independientes, están en la cárcel.
Sin los altos subsidios, el abastecimiento de armas y técnicas de
represión de la desaparecida Unión Soviética, Castro ya no
puede enviar a los opositores pacíficos a un paredón de
fusilamiento ni condenarlos a 30 años de cárcel como en el
pasado. Ahora los condena a tres, cuatro y cinco años de cárcel.
A veces, cuando no hay mucha gente escuchando, los condena a 10 años.
Cuando sólo se pretende intimidar, simplemente se les confina uno o dos días
en las delegaciones policiacas de barrio.
Los integrantes de ese movimiento no tienen acceso a los medios de
comunicación de Cuba, que son propiedad del Estado, y a duras penas
pueden reunirse con la prensa internacional acreditada en La Habana, que dicho
sea de paso, trabaja tan amedrentada por las fuerzas de Seguridad como la
propia disidencia.
Poco a poco, inclusive con la ayuda del exilio, ese movimiento ha sido
escuchado. Durante la IX Cumbre Iberoamericana de La Habana, jefes de Estado y
cancilleres se reunieron con los miembros de ese movimiento más que con
el propio Castro.
Latinoamericanos prominentes se han percatado de que esos activistas no son,
como dice el gobierno de Castro, ni pocos ni agentes de Washington. Son,
simplemente, los que en medio del miedo cotidiano se han atrevido a expresar el
sentimiento generalizado en la isla de que los cubanos merecen una vida mejor.
Si América Latina no quiere aprovechar las ventajosas condiciones de
una amistad más estrecha con el exilio cubano para sus relaciones con
Estados Unidos, podría al menos mirar con ojos de misericordia al pueblo
de Cuba, de la isla.
Se trata de 11 millones de seres humanos que viven bajo la más larga
dictadura que haya conocido el continente, la única que se ha apropiado
de todos los medios de producción y servicios de un país para
establecer un sistema de gobierno que ningún otro latinoamericano
conoce: el totalitarismo. Son 11 millones de seres humanos que algún día
América Latina tendrá que ayudar a saltar de 1959 al siglo XXI,
de los laberintos del terror y el silencio a la normalidad, incluidos artistas,
atletas y científicos. Vale la pena.
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