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Septiembre 27, 2000



La primera conciencia disidente

Norberto FUENTES. ABC, España. Miércoles 27 de septiembre de 2000

En mayo de 1971 hay «quema» de libros en Cuba, en el mejor estilo de la Alemania nazi. La intelectualidad de izquierda occidental, en especial la norteamericana, nunca se entera. Es una especie de preparación artillera para una extraña jugada de Fidel. Había comenzado un poco antes de las hogueras. Tiene que ver con los soviéticos y ocurre entre abril y mayo de 1971. Fidel afloja la tensión y entrega una pieza. En una acción demostrativa de atropello para consumo de los soviéticos arresta al poeta Heberto Padilla y después de un mes de ablandamiento psicológico lo obliga a hacerse una feroz (y también absurda) autocrítica delante de sus colegas escritores y, de paso, embarrarlos a todos con los aires inciertos de un liberalismo que es perfectamente identificable para la policía política cubana como reaccionario y, cuando menos, al servicio de la CIA. Fidel entiende que el escándalo provocado por el «Caso Padilla» cae como una onza de oro en la dura mentalidad de los líderes del Kremlin y que demuestra fehacientemente que él, Fidel, rompe los nexos con el canto de sirena de la trasnochada intelectualidad europea. Es su aporte a una búsqueda de entendimiento con «los hermanos soviéticos». Quema a Padilla como un cerillo después de encender su tabaco. Padilla no lo sabe pero su destrucción allana el camino para las entregas del preciado crudo de Bakú.

Hoy Miami conserva un luto a regañadientes. La muerte de Heberto Padilla, solo en su apartamento de pobre profesor de origen cubano, en Auburn State University, una universidad perdida en la geografía de terrenos bajos de Alabama, es notificada en esta ciudad, la llamada capital del exilio cubano, con un mal disimulado distanciamiento. En definitiva, la primera razón por la que Heberto se había sumado a la Revolución era su desprecio por esta raza de comerciantes de poca monta, mafiosos y magnates azucareros. Nunca, en todo su largo periplo de exiliado, iniciado en 1980, gracias a las gestiones finales del senador Edward Kennedy, se aceptaron mutuamente. Esto explica la renuncia desde hacía más de seis años a su columna en «El Nuevo Herald» y su constante peregrinar por las aulas de las universidades americanas, cada vez más lejos del sol de Miami, a donde sólo se permitía modestos viajes ocasionales para degustar un café criollo y un enorme habano de la calle 8.

Pero tenía el estigma. Heberto marcó la frontera entre contrarrevolución y disidencia. Fue el primer disidente cubano. Detrás de él quedaban todas las conspiraciones (apoyadas o no por la CIA), todos los alzamientos, todas las invasiones. Se le puede describir incluso más allá. Fue su primera conciencia disidente. Y esto está ocurriendo en un pasado tan remoto como 1966 ó 67. Pero él venía de Moscú. El Moscú de los procesos contra Daniel y Siniavski y se había dado cuenta de que el socialismo era otra cultura y que el mundo en que él vivía, sobre todo después de derrotadas todas las opciones militares, no iba a ser finalmente entendido por la intelectualidad occidental. Cuba ya estaba en otra esfera y los cubanos solo podían esperar de ellos la abyección más absoluta ante Fidel Castro o el rechazo también absoluto. Ninguna de las dos conductas sirve para un escritor que accede a la Revolución con el entusiasmo de un Maiakovski. Estando fuera del potaje, ya nadie sabe los ingredientes que están dentro de la olla. Heberto, por lo que finalmente resultó ser uno de esos desaciertos incontrolables de la burocracia revolucionaria, había sido enviado a Moscú. El comandante Alberto Mora, que con 19 años de edad había sido el ministro más joven del mundo en el momento de su nombramiento, lo envió de representante de una empresa llamada Cubartimpex a Europa del Este, basificado entre Praga y Moscú, con el objeto estratégico de que unos viejos músicos cubanos y sus ancestrales tambores inundaran el mercado disquero y desplazaran a los Beatles. No hubo desplazamiento de los inglesitos. Pero hubo contactos con la disidencia soviética y un conocimiento exhaustivo de los crímenes de Stalin. De ahí surgió «El abedul de hierro», que luego integró a la colección «Fuera del juego» (1968), que es el eje central de toda su obra y el libro que provoca su colisión definitiva con el régimen castrista. No sólo Miami guardará un luto remoto y de rápido olvido.

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