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Septiembre 25, 2000



Cuba y la globalización

Agustin Tamargo. Publicado el domingo, 24 de septiembre de 2000 en El Nuevo Herald

La inmensa prosperidad americana de este momento está dejándonos ver un fenómeno que a veces no percibimos: el de la amoralidad del dinero. Crear dinero, ganar dinero, multiplicar dinero, amasar dinero parece ser hoy el santo y seña de los más poderosos sectores de este país. Siempre ha sido así, dicen algunos. Siempre ha consistido el sistema capitalista más o menos en eso: invertir un dólar para ganar tres. Pero no es verdad. Al menos no ha sido siempre verdad. Entre el impulso creador de riqueza de los empresarios americanos más audaces (Ford, Carnegie, Vanderbilt, Morgan, los Rockefeller) se ha interpuesto siempre, para evitar excesos y explotaciones, la mano de la ley. Esa ley es la que distingue a una sociedad civilizada de una jungla. Esa ley es la que, según vemos todos los días, impide que las grandes firmas tecnológicas, industriales, farmacéuticas, o de comunicación de masas se agrupen en monopolios corruptos a expensas de la libertad y el bienestar de las grandes mayorías. La competencia del mercado libre nivela los precios y detiene la especulación, sí. Pero también lo hacen, y a veces mucho mejor, las pragmáticas legales que prohíben la acumulación de la riqueza en unas pocas manos y el poder social que de ella se deriva. Si no fuera por la ley, si no fuera por las normas éticas que están aquí detrás de la ley, Estados Unidos sería un imperio económico manejado por tres o cuatro familias, como los principados de la Edad Media.

¿Por qué digo esto, que espero no suene mucho a sermón? Pues porque veo que la llamada globalización, la convicción a que parece haber llegado todo el mundo (incluso el mundo que era comunista) de que el comercio libre es la primera base del progreso y la prosperidad, parece haber desatado en algunos otra teoría siniestra que reza así: puesto que producir, vender y comprar, donde sea y como sea, es la norma general aceptada, todo está permitido. ¿No es esto, en realidad, lo que se ve detrás de los acuerdos con China? ¿Qué quieren, qué persiguen los grandes capitalistas de Wall St.? ¿Que China se haga próspera, convirtiéndose automáticamente en una república democrática como Inglaterra o Francia, o que China con sus mil y tantos millones de habitantes se transforme en un vasto mar de consumidores donde naveguen florecientemente todos los productos americanos, desde los jets hasta las naranjas y las manzanas?

Yo no creo que hay nada de malo en invertir en China, comprar en China o vender en China lo que se ha producido aquí. Lo que encuentro censurable es que esto se haga con total desprecio del tipo de sociedad que el partido gobernante le ha dado a China. Insistir en esto no creo que sea una banalidad, ni el producto de una mente exageradamente escrupulosa. Creo lo contrario: creo que es la racionalización del principio elemental de que en política, como en el resto de la vida, hay cosas que son moralmente aceptables y cosas que no lo son. El dinero en sí no es malo, malo es lo que se hace a veces con él, o a través de él. El dinero no es sucio ni es limpio, sucios o limpios son los métodos con que se le emplea o la forma en que se le obtiene. El dinero ganado con la droga es dinero sucio. El dinero adquirido con la venta de neumáticos de automóvil defectuosos, que causan muertes, es dinero sucio. El dinero que se les saca de los bolsillos a los infelices con medicinas cobradas cincuenta o cien veces de su valor real, es dinero sucio. Y digo para terminar: el dinero que pretenden ganar algunos negociantes americanos levantando el embargo y vendiendo sus productos a Castro es dinero sucio.

En esta faena última está envuelta mucha gente, unos por una razón, otros por otras, pero ninguno de buena fe. El político venal, cuya campaña electoral subvencionan los granjeros de Illinois o Arkansas, no es respetable. El magnate que quiere comprar toda la zafra de Cuba para convertirla en alcohol y luego en etanol, metiéndose en el bolsillo los millones que pertenecen al pueblo de Cuba, no es respetable. No lo son tampoco los otros muchos agentes (religiosos, periodísticos, deportivos, artísticos) que tienen el ojo puesto en Cuba, pero no Cuba como un desgraciado país al que hay que ayudar a ser libre, sino Cuba como una plaza de inversiones, de comercio, o de extracción de talentos. Esa es la jugada, que no tiene nada de oscura, que se está realizando a plena luz, jugada que no ve sólo el que no la quiere ver.

Un episodio de esa jugada se efectuó en Washington hace dos días, destinado a explicar por qué se debe levantar el embargo, auspiciado por el llamado Centro de Comercio Internacional. El pueblo cubano, que es supuestamente el protagonista de todo, no fue casi mencionado allí. Fue mencionada la competencia europea y canadiense. Y uno de los promotores de negocios con Cuba dijo sin pelos en la lengua: El comercio no es un asunto de política, sino de hombres de negocios. Esa opinión, descarnada y cínica, resume todo lo que he dicho antes. Estamos ante una era de descomunal crecimiento ecónomico del mundo, la célebre globalización. Mas por debajo de ella me temo que aguarda agazapada no poca injusticia y no escasa explotación humana. Los tiempos cambian. Pero en 1930, cuando lo llevaron a conocer Wall St., Lucky Luciano dijo esta frase para la historia: "Creo que escogí el bando equivocado".

Sin comentarios.

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