Agustin Tamargo. Publicado el domingo, 24 de septiembre de
2000 en El Nuevo Herald
La inmensa prosperidad americana de este momento está dejándonos
ver un fenómeno que a veces no percibimos: el de la amoralidad del
dinero. Crear dinero, ganar dinero, multiplicar dinero, amasar dinero parece ser
hoy el santo y seña de los más poderosos sectores de este país.
Siempre ha sido así, dicen algunos. Siempre ha consistido el sistema
capitalista más o menos en eso: invertir un dólar para ganar tres.
Pero no es verdad. Al menos no ha sido siempre verdad. Entre el impulso creador
de riqueza de los empresarios americanos más audaces (Ford, Carnegie,
Vanderbilt, Morgan, los Rockefeller) se ha interpuesto siempre, para evitar
excesos y explotaciones, la mano de la ley. Esa ley es la que distingue a una
sociedad civilizada de una jungla. Esa ley es la que, según vemos todos
los días, impide que las grandes firmas tecnológicas,
industriales, farmacéuticas, o de comunicación de masas se agrupen
en monopolios corruptos a expensas de la libertad y el bienestar de las grandes
mayorías. La competencia del mercado libre nivela los precios y detiene
la especulación, sí. Pero también lo hacen, y a veces mucho
mejor, las pragmáticas legales que prohíben la acumulación
de la riqueza en unas pocas manos y el poder social que de ella se deriva. Si no
fuera por la ley, si no fuera por las normas éticas que están aquí
detrás de la ley, Estados Unidos sería un imperio económico
manejado por tres o cuatro familias, como los principados de la Edad Media.
¿Por qué digo esto, que espero no suene mucho a sermón?
Pues porque veo que la llamada globalización, la convicción a que
parece haber llegado todo el mundo (incluso el mundo que era comunista) de que
el comercio libre es la primera base del progreso y la prosperidad, parece haber
desatado en algunos otra teoría siniestra que reza así: puesto que
producir, vender y comprar, donde sea y como sea, es la norma general aceptada,
todo está permitido. ¿No es esto, en realidad, lo que se ve detrás
de los acuerdos con China? ¿Qué quieren, qué persiguen los
grandes capitalistas de Wall St.? ¿Que China se haga próspera,
convirtiéndose automáticamente en una república democrática
como Inglaterra o Francia, o que China con sus mil y tantos millones de
habitantes se transforme en un vasto mar de consumidores donde naveguen
florecientemente todos los productos americanos, desde los jets hasta las
naranjas y las manzanas?
Yo no creo que hay nada de malo en invertir en China, comprar en China o
vender en China lo que se ha producido aquí. Lo que encuentro censurable
es que esto se haga con total desprecio del tipo de sociedad que el partido
gobernante le ha dado a China. Insistir en esto no creo que sea una banalidad,
ni el producto de una mente exageradamente escrupulosa. Creo lo contrario: creo
que es la racionalización del principio elemental de que en política,
como en el resto de la vida, hay cosas que son moralmente aceptables y cosas que
no lo son. El dinero en sí no es malo, malo es lo que se hace a veces con
él, o a través de él. El dinero no es sucio ni es limpio,
sucios o limpios son los métodos con que se le emplea o la forma en que
se le obtiene. El dinero ganado con la droga es dinero sucio. El dinero
adquirido con la venta de neumáticos de automóvil defectuosos, que
causan muertes, es dinero sucio. El dinero que se les saca de los bolsillos a
los infelices con medicinas cobradas cincuenta o cien veces de su valor real, es
dinero sucio. Y digo para terminar: el dinero que pretenden ganar algunos
negociantes americanos levantando el embargo y vendiendo sus productos a Castro
es dinero sucio.
En esta faena última está envuelta mucha gente, unos por una
razón, otros por otras, pero ninguno de buena fe. El político
venal, cuya campaña electoral subvencionan los granjeros de Illinois o
Arkansas, no es respetable. El magnate que quiere comprar toda la zafra de Cuba
para convertirla en alcohol y luego en etanol, metiéndose en el bolsillo
los millones que pertenecen al pueblo de Cuba, no es respetable. No lo son
tampoco los otros muchos agentes (religiosos, periodísticos, deportivos,
artísticos) que tienen el ojo puesto en Cuba, pero no Cuba como un
desgraciado país al que hay que ayudar a ser libre, sino Cuba como una
plaza de inversiones, de comercio, o de extracción de talentos. Esa es la
jugada, que no tiene nada de oscura, que se está realizando a plena luz,
jugada que no ve sólo el que no la quiere ver.
Un episodio de esa jugada se efectuó en Washington hace dos días,
destinado a explicar por qué se debe levantar el embargo, auspiciado por
el llamado Centro de Comercio Internacional. El pueblo cubano, que es
supuestamente el protagonista de todo, no fue casi mencionado allí. Fue
mencionada la competencia europea y canadiense. Y uno de los promotores de
negocios con Cuba dijo sin pelos en la lengua: El comercio no es un asunto de
política, sino de hombres de negocios. Esa opinión, descarnada y cínica,
resume todo lo que he dicho antes. Estamos ante una era de descomunal
crecimiento ecónomico del mundo, la célebre globalización.
Mas por debajo de ella me temo que aguarda agazapada no poca injusticia y no
escasa explotación humana. Los tiempos cambian. Pero en 1930, cuando lo
llevaron a conocer Wall St., Lucky Luciano dijo esta frase para la historia: "Creo
que escogí el bando equivocado".
Sin comentarios.
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