CUBANET... INTERNACIONAL

Noviembre 22, 2000



Flores frente a Castro

Andres Hernandez Alende. Publicado el miércoles, 22 de noviembre de 2000 en El Nuevo Herald

Al fin alguien ha tenido el valor de decirle cuatro verdades al tirano Fidel Castro, cara a cara, en un foro internacional. El osado ha sido Francisco Flores, el presidente de El Salvador, en la X Cumbre Iberoamericana celebrada en Panamá. A la acusación de que el gobierno salvadoreño había ayudado al exiliado cubano Luis Posada Carriles, prófugo de la justicia venezolana y detenido en Panamá por sospechas de querer atentar contra la vida de Castro, Flores respondió con otra acusación. Con parsimonia pero con firmeza le reprochó a Castro la injerencia de Cuba en la guerra civil de El Salvador en la década de 1980, y responsabilizó al déspota de la muerte de miles de salvadoreños en esa contienda. "Hemos tenido demasiada paciencia con usted, señor Castro'', afirmó Flores.

Quebrantando el protocolo, Castro replicó con una larga defensa en la que se remontó a los tiempos de Simón Bolívar. Castro siempre ha sido un aficionado a la historia; todavía cree que esa dama impredecible lo absolverá. En su perorata subrayó la tesis de la solidaridad revolucionaria mundial, por si acaso ya nadie se acuerda del internacionalismo proletario, y se cubrió con un escudo retórico y ambiguo al pregonar unas frases oscuras sobre el cumplimiento del gobierno cubano con sus compromisos. En realidad nadie entendió bien esas últimas palabras de Castro, que miraba a todo el mundo con ojos azorados, como un toro en el ruedo, pensó quizá Aznar, el presidente de gobierno de España. Pero lo que sí se hizo evidente fue el carácter obsoleto de la presencia de Castro en la reunión de Panamá. Allí, sentado al lado de la anfitriona del foro, la presidenta panameña Mireya Moscoso, parecía un ser de otros tiempos, difundiendo ideas provenientes de un pasado remoto. Su negativa a suscribir la condena de la organización terrorista vasca ETA se basó en argumentos débiles y quebradizos expuestos por el canciller cubano, Felipe Pérez Roque, y confirmó su alejamiento de la comunidad internacional.

Algunos podrán comentar que en esa cumbre de mandatarios modernos, que suelen hablar con un aplomo digno de Oxford y que han adoptado las ideas en boga de la globalización y el libre comercio, Castro parecía un viejo achacoso en una fiesta de muchachos. Pero eso no es completamente cierto. A sus 74 años, Castro conserva un admirable optimismo juvenil. Todavía cree en el triunfo final del marxismoleninismo, resucitado en algún vuelco milagroso de la historia, y en la derrota definitiva del capitalismo, al que suele colocar el adjetivo de repugnante. Por eso salió corriendo a Venezuela a abrazarse con Hugo Chávez, a quien considera un posible pilar del renacimiento socialista, y por eso debe de estar frotándose las manos de alegría cada vez que le llegan informes del resurgimiento de los sandinistas en Nicaragua.

Para justificar su inextinguible fervor revolucionario, Castro echa mano a los pobres del mundo: constantemente esgrime estadísticas sobre los índices de miseria en el planeta y el fracaso del neoliberalismo en reducir esos índices a un nivel menos abrumador. Es cierto que a los diez años del derrumbe del socialismo y la implantación del nuevo orden mundial de las transnacionales, todavía hay más promesas que mejorías palpables. Mientras en el primer mundo destruimos el medio ambiente con nuestros automóviles del año y nuestras fábricas de artículos de lujo, hay millones de seres humanos en el empobrecido sur que padecen de desnutrición, que carecen de agua potable, y cientos de miles que mueren de enfermedades curables. Es posible que la fiebre de la privatización no sea el remedio para los males del tercer mundo, como tal vez tampoco lo sea el libre mercado por sí solo, que es un mecanismo ciego que crea y esfuma capitales, levanta y sepulta pueblos y gentes en un azaroso juego de oferta y demanda. Invita a la reflexión lo que escribió Carlos Fuentes en El espejo enterrado: "Cada mañana, cuando Wall Street abre sus puertas, el Espíritu Santo muere''.

Ahora bien, más inmoral que el despiadado torneo del mercado, más inmoral incluso que las diferencias económicas entre los seres humanos, es la utopía de la igualdad impuesta por el estado totalitario. Esa utopía forzosa se propuso convertir a los individuos (y en muchos casos lo logró) en una masa amorfa, en un coro repitiendo unánimemente las consignas y las opiniones "bajadas de arriba'' por un máximo líder o una cúpula partidista atrincherada en una suntuosa torre de marfil disfrazada con atavíos revolucionarios. La utopía, llámese fascismo, comunismo, estalinismo o castrismo, era una falacia que el final del siglo XX se encargó de desenmascarar: la sociedad igualitaria era en realidad la sociedad profundamente desnivelada entre la clase gobernante privilegiada y la población común, amordazada, restringida, reprimida, vigilada y movilizada para construir el futuro, eufemismo por mantener en el poder a los déspotas. Era la masa oprimida recitando el lema: "Como sea, donde sea y para lo que sea, comandante en jefe, ¡ordene!'', so pena de recibir un ejemplar castigo policial, mientras se le negaba no ya la posibilidad de enriquecerse individualmente, sino de expresar ideas, dudas y desacuerdos, de organizar libremente la existencia particular, sin esperar por el decreto del gobierno.

Lo que Castro no parece entender es que los nuevos inconformes ya no son leninistas ni aceptan las doctrinas del socialismo real, porque la crueldad del error es evidente. La batalla por lograr que cada ser humano tenga una existencia decorosa, que tenga garantizado el derecho de vivir, no ha concluido; desgraciadamente, el final está lejos. Pero la historia de la humanidad no es sólo el recuento de sus penurias y, sí, de la lucha de clases, sino también la historia del combate perpetuo por la libertad individual. Castro no entiende (o no quiere entender) que el ser humano siente una urgencia biológica, la urgencia que Reinaldo Arenas llamó "necesidad de libertad''. Esa incomprensión explica por qué se le veía tan azorado y anacrónico en la cumbre de Panamá.

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