Emilio Ichikawa. Publicado el viernes, 17 de noviembre de
2000 en El Nuevo Herald
Le invito a visitar mi pueblo natal.
Aborde usted un auto en La Habana, frente a la escalinata del Capitolio
nacional, hoy sede de la Academia de Ciencias, y tome la carretera central rumbo
a occidente. A la altura del kilómetro 29 encontrará el pueblo de
Bauta, que una vez se llamó Hoyo Colorado.
Hacia el final de "la calzada'', que es como sus habitantes reconocen
el paseo principal, encontrará la calle 158, que torciendo a la izquierda
se sobrenombra Carretera del Cayo, porque conduce a un islote que asoma en la
(hoy seca) Laguna Ariguanabo. Hace casi medio siglo un norteamericano tenía
allí una textilera que empleaba fuerza local. Quienes hayan leído
la teoría de la plusvalía de Carlos Marx, saben que por extraer un
valor adicional al consumido en el proceso productivo, el gringo "explotaba''
a los bautenses, que es nuestro gentilicio. Sin embargo, sucede algo curioso. La
gente del pueblo recuerda con gratitud a ese capitalista que les sacaba el plus
en turnos de 6 horas diarias, vacaciones incluidas. Y esto no me deja muchas
alternativas: o en Bauta hay una raíz masoquista, o la llamada "explotación''
se hacía con algún consentimiento.
Si se decide a dar el paseo por la calle 158, podrá contemplar un
paisaje heterogéneo. Por una parte, residencias de dos pisos con varios
autos frente a sus portales; por otra, cuartuchos levantados con cajas de
bacalao soviético y conservas búlgaras. Personas que cruzan en
motocicletas japonesas, y otras que lo hacen en sucias bicicletas chinas o en
las clásicas "chivichanas'', que ya no se usan para jugar sino para
sobrevivir. En un lado, portales y terrazas con sofisticadas antenas, equipos
estereofónicos yumas y televisores en colores; en otro, rincones donde "duran''
guajiros arrugados, o ancianas sin agujas y sin estambres. Distinguirá
también varios olores: por una parte, el del cerdo asado con jugo de limón,
por otra, el de la "tenca'' (la guabina y la biajaca se perdieron) de agua
dulce con espinas innumerables; en uno, el del fino cereal, y en otro, el de la
soya ennegrecida por moscas.
En fin, curioso viajero, verificará una comunidad de hombres
desiguales, donde unos tienen mucho y otros poco o nada. Espero que no tenga
reparos en llamar a los primeros ricos y a los segundos pobres. Entonces, si así
de estratificada era la sociedad antes de 1959, y la meta revolucionaria era
acabar con los estratos, pues tal premisa lleva naturalmente a una conclusión:
el castrismo ha sido fútil. Han cambiado los de arriba y los de abajo,
pero el "abajo'' y el "arriba'' se mantienen. Lo trágico no es
el sacrificio, sino el sacrificio inútil.
Pero concentrémonos en la Cuba de hoy, en la del paseo. Si se razona
con lógica "revolucionaria'', debemos considerar que esa sociedad es
injusta porque es desigual. Y la justicia se logra eliminando la desigualdad, es
decir, emparejando. Aquí hay dos caminos: o se hacen pobres los de
arriba, o se hacen ricos los de abajo. Un revolucionario consecuente debería
irrumpir entonces en la casa del director de comercio y gastronomía, o
del administrador de la pizzería, o del jefe del plan porcino, o del
oficial de la seguridad, o del secretario del partido, y arrebatarle por la
fuerza no todo, pero sí aquello que según el criterio igualitario
debe estar en posesión y disfrute del que tiene menos.
Se ofrecerá el Lada particular al caminante; se le dejará al
chivato el televisor Sony que ven sus inocentes hijos, pero se le dará al
pobre el viejo Elektron que guarda en la cocina.
Mi barrio, querido viajero, merecería otra revolución; pero
los vecinos están un poco hartos de pugilatos. No ganamos nada ahora
despojando a los castristas, que han malversado bienes e incluso males. Lo que
hace falta es una isla libre para producir mejor, para que tengan unos, y también
los otros.
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