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Noviembre 14, 2000



Virgilio Piñera y la carne

Juan Bonilla. El Mundo. España. Miércoles, 15 de noviembre de 2000

Repentinamente la mañana, sucia de nubes tenebrosas, se llenó de libros. Estábamos en La Habana Vieja, un día de calor agobiante y asfixia en el aire, pero, llegados a la Plaza de los Libros, se nos curó el agotamiento. Allí estaba Antón Arrufat guiándonos, hablándonos de Virgilio Piñera, ensartando anécdotas sobre Lezama y Rodríguez Feo, valorando a Cabrera Infante. Nos llevó hasta un puesto donde lo saludaron como a un maestro admirado, y allí estaban esperándonos las primeras ediciones de los libros de Piñera, maltratadas por la intemperie, pero aún llenas de vida. Pequeñas maniobras, Cuentos fríos, Una broma colosal, Presiones y diamantes, La carne de René.

Añadimos todos esos títulos a los libros que ya habíamos cazado en otros puestos y seguimos escuchando a Arrufat conscientes de que no nos había conducido hasta aquel puesto para que nos diésemos de bruces con las primeras ediciones de sus propios libros, sino para que no dejásemos escapar la ocasión de hacernos con todos aquellos Piñera. Virgilio Piñera ha sido frecuentemente retratado por oposición: oposición a Lezama (él era el flaco, Lezama el gordo), por oposición a Gombrowicz, por oposición a toda la literatura cubana de su época. La comparación con Lezama ya no resulta tentadora, pues Cabrera Infante redactó un Vidas Paralelas con esos dos personajes, pero no está de más constatar que la evidencia del poderío físico de Lezama tenía correspondencia con su prosa barroca, exuberante y excesiva, mientras que la poquedad corporal de Piñera, peso minimosca, tenía correspondencia con su prosa fibrosa, nervios y hueso.

A Piñera, nos contaba Arrufat, se le quiso poco en Cuba, no se hizo ningún esfuerzo por entenderle. Eliseo Diego lo consideraba un demonio, la hermana de Lezama decía que era un pájaro amargado, Reynaldo Arenas lo definió como la loca de la argolla. Arrufat sentenció: sólo era un par de bellas manos que tendían a desprenderse de su cuerpo y actuar por sí solas. En los años 40, dejó Cuba para instalarse en Buenos Aires, que era, según expresión de Arrufat, la cantidad justa de Francia que Virgilio estaba dispuesto a soportar. Fue allí donde Virgilio Piñera publicó su primera novela, su mejor novela: La carne de René, ahora reeditada por Tusquets.

Ninguno de los libros de Piñera se deja resumir con comodidad, pero el que más firmemente escapa a toda tentativa de resumen es tal vez La carne de René, libro entre cuyos privilegios destaca, al parecer, el de haber protagonizado una famosa escena con el Che Guevara. Este, al descubrir un ejemplar de la novela de Piñera, en la embajada cubana en Argel, preguntó antes de arrojarlo lejos: «¿Qué hace aquí el libro de este maricón?».

Piñera dibuja un presente abatido por la importancia absoluta de la carne y a un personaje al que la carne le da pánico. René, destinado a liderar un hilarante movimiento político, ingresa en una singular escuela en la que a los alumnos se les enseña a purificarse en el dolor, adiestrándolos en el castigo de la carne. La crudeza de ese adiestra miento -bozales para silenciar las quejas y los gritos, electricidad y agujas para cobrar conciencia del dolor, es decir, de la carne- obliga a René a huir, pues se cerciora de que él es distinto, no se compadece de su carne, protesta por el ultraje que se le inflige, por las mentiras que le cuentan. A partir de entonces, René, cuya carne según una gráfica expresión del director de la escuela «no es sólo carne, tiene dentro el demonio del pensamiento», comprenderá que, en la sociedad que le ha tocado padecer, su condición no podrá ser otra que la de perseguido, el único patriotismo posible será el de la propia huida.

Naturalmente, tienta hacer una lectura biógrafica de la novela y, a través de sus arriesgadas metáforas y de su prosa concisa y ajustada, ajena a cualquier laxitud, a todo tipo de exuberancias, contemplar la propia peripecia biográfica de alguien como Virgilio Piñera, extranjero en todas partes, imposible de catalogar, castigado tantasveces. Pero más allá de eso (que no es poco, pues Piñera está contando en su novela lo que le pasará cuando regrese a Cuba) La carne de René es una fiesta de la imaginación.

Su mordacidad apasionante, sus fieras reflexiones, sus escenas delirantes (el capítulo dedicado a describir cómo, a base de lametazos, tratan de ablandar la pétrea carne de René es sencillamente prodigioso) y su propia estructura de novela de aprendizaje (que, al fin y al cabo, eso es lo que es: el relato de las aventuras de un joven que aprende a instalarse en una sociedad contra la que al principio se estrella) bastan para hacer de ella una de las más jugosas y personales apuestas de la narrativa cubana, un hito sustancial, una lección que todavía está esperando a sus discípulos.

Era el más valiente de todos, el único que no temió exhibir su cobardía, nos contó Arrufat aquella mañana en la que encontramos tantas primeras ediciones de Virgilio Piñera. Y agregó: nadie sabía qué hacer con él, no era lo suficientemente importante para meterlo preso o matarlo, tampoco era lo suficientemente fiable como para darle un trabajo y un sueldo y dejarle que escribiese. Quieto, silencioso, con su prosa huesuda y sus argumentos inverosímiles, Virgilio Piñera, esas manos que pretendían volar solas lejos de su cuerpo escaso, se nos presenta hoy como uno de esos escritores inevitables que oponen al fárrago y la pomposidad la excelencia de una obra que, cuando tanta carne verbosa se haya podrido y sólo sirva para el banquete de las moscas, permanecerá en pie como una divertida y espeluznante sátira contra, sobre, por y para el dolor de existir.

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