Juan Bonilla. El Mundo.
España. Miércoles, 15 de noviembre de 2000
Repentinamente la mañana, sucia de nubes tenebrosas, se llenó
de libros. Estábamos en La Habana Vieja, un día de calor agobiante
y asfixia en el aire, pero, llegados a la Plaza de los Libros, se nos curó
el agotamiento. Allí estaba Antón Arrufat guiándonos, hablándonos
de Virgilio Piñera, ensartando anécdotas sobre Lezama y Rodríguez
Feo, valorando a Cabrera Infante. Nos llevó hasta un puesto donde lo
saludaron como a un maestro admirado, y allí estaban esperándonos
las primeras ediciones de los libros de Piñera, maltratadas por la
intemperie, pero aún llenas de vida. Pequeñas maniobras, Cuentos
fríos, Una broma colosal, Presiones y diamantes, La carne de René.
Añadimos todos esos títulos a los libros que ya habíamos
cazado en otros puestos y seguimos escuchando a Arrufat conscientes de que no
nos había conducido hasta aquel puesto para que nos diésemos de
bruces con las primeras ediciones de sus propios libros, sino para que no dejásemos
escapar la ocasión de hacernos con todos aquellos Piñera. Virgilio
Piñera ha sido frecuentemente retratado por oposición: oposición
a Lezama (él era el flaco, Lezama el gordo), por oposición a
Gombrowicz, por oposición a toda la literatura cubana de su época.
La comparación con Lezama ya no resulta tentadora, pues Cabrera Infante
redactó un Vidas Paralelas con esos dos personajes, pero no está
de más constatar que la evidencia del poderío físico de
Lezama tenía correspondencia con su prosa barroca, exuberante y excesiva,
mientras que la poquedad corporal de Piñera, peso minimosca, tenía
correspondencia con su prosa fibrosa, nervios y hueso.
A Piñera, nos contaba Arrufat, se le quiso poco en Cuba, no se hizo
ningún esfuerzo por entenderle. Eliseo Diego lo consideraba un demonio,
la hermana de Lezama decía que era un pájaro amargado, Reynaldo
Arenas lo definió como la loca de la argolla. Arrufat sentenció: sólo
era un par de bellas manos que tendían a desprenderse de su cuerpo y
actuar por sí solas. En los años 40, dejó Cuba para
instalarse en Buenos Aires, que era, según expresión de Arrufat,
la cantidad justa de Francia que Virgilio estaba dispuesto a soportar. Fue allí
donde Virgilio Piñera publicó su primera novela, su mejor novela:
La carne de René, ahora reeditada por Tusquets.
Ninguno de los libros de Piñera se deja resumir con comodidad, pero
el que más firmemente escapa a toda tentativa de resumen es tal vez La
carne de René, libro entre cuyos privilegios destaca, al parecer, el de
haber protagonizado una famosa escena con el Che Guevara. Este, al descubrir un
ejemplar de la novela de Piñera, en la embajada cubana en Argel, preguntó
antes de arrojarlo lejos: «¿Qué hace aquí el libro de
este maricón?».
Piñera dibuja un presente abatido por la importancia absoluta de la
carne y a un personaje al que la carne le da pánico. René,
destinado a liderar un hilarante movimiento político, ingresa en una
singular escuela en la que a los alumnos se les enseña a purificarse en
el dolor, adiestrándolos en el castigo de la carne. La crudeza de ese
adiestra miento -bozales para silenciar las quejas y los gritos, electricidad y
agujas para cobrar conciencia del dolor, es decir, de la carne- obliga a René
a huir, pues se cerciora de que él es distinto, no se compadece de su
carne, protesta por el ultraje que se le inflige, por las mentiras que le
cuentan. A partir de entonces, René, cuya carne según una gráfica
expresión del director de la escuela «no es sólo carne, tiene
dentro el demonio del pensamiento», comprenderá que, en la sociedad
que le ha tocado padecer, su condición no podrá ser otra que la de
perseguido, el único patriotismo posible será el de la propia
huida.
Naturalmente, tienta hacer una lectura biógrafica de la novela y, a
través de sus arriesgadas metáforas y de su prosa concisa y
ajustada, ajena a cualquier laxitud, a todo tipo de exuberancias, contemplar la
propia peripecia biográfica de alguien como Virgilio Piñera,
extranjero en todas partes, imposible de catalogar, castigado tantasveces. Pero
más allá de eso (que no es poco, pues Piñera está
contando en su novela lo que le pasará cuando regrese a Cuba) La carne de
René es una fiesta de la imaginación.
Su mordacidad apasionante, sus fieras reflexiones, sus escenas delirantes
(el capítulo dedicado a describir cómo, a base de lametazos,
tratan de ablandar la pétrea carne de René es sencillamente
prodigioso) y su propia estructura de novela de aprendizaje (que, al fin y al
cabo, eso es lo que es: el relato de las aventuras de un joven que aprende a
instalarse en una sociedad contra la que al principio se estrella) bastan para
hacer de ella una de las más jugosas y personales apuestas de la
narrativa cubana, un hito sustancial, una lección que todavía está
esperando a sus discípulos.
Era el más valiente de todos, el único que no temió
exhibir su cobardía, nos contó Arrufat aquella mañana en la
que encontramos tantas primeras ediciones de Virgilio Piñera. Y agregó:
nadie sabía qué hacer con él, no era lo suficientemente
importante para meterlo preso o matarlo, tampoco era lo suficientemente fiable
como para darle un trabajo y un sueldo y dejarle que escribiese. Quieto,
silencioso, con su prosa huesuda y sus argumentos inverosímiles, Virgilio
Piñera, esas manos que pretendían volar solas lejos de su cuerpo
escaso, se nos presenta hoy como uno de esos escritores inevitables que oponen
al fárrago y la pomposidad la excelencia de una obra que, cuando tanta
carne verbosa se haya podrido y sólo sirva para el banquete de las
moscas, permanecerá en pie como una divertida y espeluznante sátira
contra, sobre, por y para el dolor de existir. |