Mauricio Vicent, La Habana. Carta del corresponsal.
El País. España, lunes 13
noviembre 2000 - Nº 1655.
"¿Qué, cómo está la cosa?". Esa es la
pregunta que hacen al corresponsal extranjero los turistas, políticos,
empresarios o 'cubanólogos' que llegan a Cuba. Pero ni los periodistas
son pitonisos, ni los cubanos responden a la lógica cartesianana. La
mejor solución: "cogerle la vuelta al sistema".
Hace seis o siete años presencié una escena en La Habana que
me hizo entender mejor que cualquier análisis político lo que
estaba ocurriendo en Cuba. Se acababa de autorizar el ejercicio del trabajo por
cuenta propia, y una de las profesiones legalizadas era la de manicura. En la
popular calle San Rafael, algunas de las nuevas manicuras particulares se habían
establecido en plena acera con mesas y sillas para atender al público.
Era la peor época de la crisis; la televisión proponía
recetas como "picadillo de cáscara de plátano" y la
gente llegó a inventar un desodorante casero hecho a base de bicarbonato
y leche de magnesia. La realidad era tan dura que no había forma de
escapar a ella... Pesaba demasiado.
Por aquel tiempo, cuando dos o más cubanos coincidían en una
cola o en una fiesta era difícil que no se pusiesen a hablar de "lo
mal que estaba la cosa". Era todos los días, a todas horas y en
cualquier lugar, y una de las manicuras de la calle San Rafael, harta ya de que
la gente, además de arreglarse las uñas aprovechasen su compañía
para hacer catarsis, había puesto un cartel sobre la mesa que advertía:
"Prohibido hablar de la cosa".
Aparte de la profunda sabiduría que entrañaba llamar a aquella
insufrible situación la cosa -sobre todo cuando se iban a emitir juicios
críticos-, aquel aviso de cartón contenía una gran lección:
para comprender algo de Cuba y descifrar lo que ocurre en un determinado
momento, basta saber mirar los pequeños detalles. Convivir con la gente,
fijarse en cómo y de qué se chotean los cubanos es tan importante
como leer gruesos informes y obtener datos de expertos cualificados.
La historia viene a cuento por algo que nos sucede a diario a los
periodistas extranjeros que trabajamos en Cuba. No hay semana o mes que no le
toque a uno reunirse con empresarios extranjeros, políticos, turistas,
cubanólogos y otras personas que visitan Cuba, y todos al final acaban
preguntándote lo mismo:
-¿Qué, cómo está la cosa?
Normalmente a ésta le siguen otras preguntas: "¿Ha mejorado
la situación?". "¿Se nota algún cambio?". "¿Cómo
es posible que la gente aguante?". La última, "¿Y después
de Castro qué?", es la peor de todas.
Si uno está de buen humor trata de hacer comprender a su
interlocutor:
1. Que un corresponsal no es una pitonisa.
2. Que los termómetros, que en cualquier otro lugar sirven para medir
el calor o el frío de una situación, en Cuba se fundieron hace
rato. "Aquí", explicas, "lo que hoy está a bajo
cero mañana puede achicharrarte, y también es posible pasar de 100
kilómetros por hora a nada sin ningún trauma".
3. Que es mejor no tratar de aplicar la lógica cartesiana para
analizar la realidad cubana... En Cuba, a las mujeres bonitas las llaman
monstruos, y las personas inteligentes son unos bárbaros. ¡Ah! ¡Y
cuidado con el daltonismo! Lo que parece rojo a veces es verde, y hasta el más
militante te puede echar brujería.
Siempre que puedo pregunto a los amigos que visitan la isla por primera vez
si la imagen que traían de casa coincide con lo que han visto. La
respuesta casi siempre es no. A muchos les parece que la prensa extranjera es
demasiado blanda; otros, en cambio, dicen que la revolución cubana es
tratada con excesiva dureza.
No es ésta la única razón que explica por qué es
tan difícil contar lo que pasa en Cuba. Muchas veces el error de los
periodistas y de los periódicos es que no sabemos mirar: miramos y
contamos los grandes asuntos políticos descuidando los pequeños
detalles de la vida cotidiana, que son los que casi siempre interesan más
a los lectores y reflejan mejor "cómo está la situación"
y por dónde van -y qué fuerza tienen- las corrientes subterráneas.
Conclusión. Estamos a punto de colgar el cartel de "Prohibido
hablar de la cosa", así que, para aquellos viajeros que vengan a
Cuba a partir de mañana -sean turistas, eurodiputados, inversores
extranjeros o expertos en asuntos cubanos-, que se den un paseo por la calle San
Rafael y abran bien los ojos. Si no entienden nada, tranquilos. Tampoco lo
entienden los espías de la CIA y siempre queda la opción de ver
Los sobrevivientes, una de las grandes películas del director cubano Tomás
Gutiérrez Alea.
El filme cuenta los avatares de una familia de la burguesía cubana
que se atrinchera en su mansión en 1959 pensando que la revolución
va a durar dos días. A medida que pasan los años, mientras fuera
se construye el socialismo, la situación en la casa va involucionando y
se pasa del capitalismo al feudalismo, y así hasta llegar a la comunidad
primitiva -cuando los sobrevivientes se comen a una tía-.
Los moradores de la finca sólo tienen contacto con el exterior a través
de un negociante que les trae los suministros necesarios para resistir -al
principio, jamones y langostas; luego, látigos y grilletes-. En una de
sus visitas a la mansión el dueño le pregunta: "¿Qué,
cómo está la situación ahí afuera?". El hombre
se encogió de hombros y le contestó algo así: "Mira,
la verdad es que a mí me da igual imperialismo que feudalismo, que
socialismo. La cosa es cogerle la vuelta al sistema".
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