CUBANET... INTERNACIONAL

Julio 3, 2000



Elián, la felicidad y la piedra en el zapato

Carlos Alberto Montaner. Publicado el lunes, 3 de julio de 2000 en El Nuevo Herald

Siete meses duró el extraño viaje del balserito Elián. En ese corto periodo el chiquillo de ojitos vivarachos, inquieto como un saltamontes, sobrevivió a un naufragio, vio morir a su madre, a su padrastro y a otras nueve personas mientras trataban de huir de la dictadura, y se convirtió en el eje de una apasionada polémica planetaria. Finalmente, cuando el padre y su mentor Castro se avinieron a aceptar las reglas del juego y se sometieron a la justicia norteamericana, sucedió lo previsible: la responsabilidad sobre la vida del pequeño, dado que la madre había muerto, acabó asignada al progenitor vivo; y éste, un joven comunista de escasa educación y pocas luces, aparentemente simpático y dicharachero, decidió regresar a Cuba con su hijo a cuestas.

¿Qué va a suceder ahora con Elián? En una primera fase, mientras sea noticia, el gobierno encontrará alguna forma de rentabilidad política, pero luego el muchacho se irá disolviendo en la lenta digestión del sistema, hasta convertirse en una celebridad pasiva sin otro interés que el que despiertan los protagonistas de sucesos inesperadamente convertidos en dramas colosales: aquel portero del teatro donde mataron a Lincoln que estuvo a punto de prohibirle el paso al asesino del presidente; las primeras quíntuples, o hasta la impetuosa señorita Lewinsky, que fue en busca de una pasión grandiosa y acabó anunciando Listerine. Es decir, personas cuya notoriedad no descansa en su propia singularidad sino en un hecho fortuito que los iluminó momentáneamente como si un Dios burlón los hubiera tocado con su dedo de fuego. Dentro de unos años, cuando a Elián se le asome el bigote y dé el estirón adolescente, ya no será motivo de discusiones sino de codazos discretos: ``Este es el balserito, ¿te acuerdas?''

¿Será feliz? Pudiera ser. Llega a un país hambreado, sin esperanzas, sujeto a los caprichos de un viejo estalinista, terco y senil, a punto de gritar ``¡pampers o muerte!'', pero la felicidad o la infelicidad ocurren en un ámbito al que el totalitarismo no logra penetrar del todo. El gobierno puede racionarles la comida a los cubanos hasta los límites del desfallecimiento; puede hacerlos caminar como unos idiotas fatigados y sudorosos, día tras día, bajo un sol sin corazón, para gritar pareados contra Estados Unidos; puede privarlos de agua potable o de luz eléctrica; puede obligarlos a escuchar los discursos del máximo líder, siempre tan amado y gallardo, y luego los puede forzar --como hace-- a que los discutan y aplaudan en los centros de trabajo o de estudio; pero ésas y las otras mil crueldades en las que encarna la irracionalidad del sistema --un incesante manicomio-- no son capaces de evitar que la gente consiga amar, reírse, querer y --a veces-- hasta sentir esa amable cosquilla espiritual, noble y caliente, a la que llaman ``felicidad''.

El comunismo no impide la dicha: la complica, la hace más difícil, pero la gente logra superar la mortificación. Es como bailar con una piedra en el zapato. Duele, molesta, pero uno ``se acostumbra''. Y lo que los comunistas buscan, cuando ejercen el poder, no es que las gentes los quieran, o que quieran al sistema, sino que se acostumbren. Que bailen con la piedra en el zapato y que sonrían graciosamente cuando la carne comienza a desprenderse. Y las gentes los complacen y sonríen, porque la convivencia se organiza en torno a una doble simulación: el pueblo simula ser feliz y los opresores simulan creer que el pueblo es feliz. ¿O es que alguien piensa que la jerarquía de este tipo de dictadura está realmente convencida de que el sistema es justo y la sociedad dichosa? Por supuesto que no: mientras la nomenklatura pedía a gritos el regreso de Elián, medio Consejo de Ministros, y las tres cuartas partes del Comité Central secretamente buscaban becas o trabajos en el extranjero para sus hijos y familiares queridos, porque todos están convencidos de que el paraíso está llegando a su inexorable fin al ritmo del cansado corazón del comandante. Cada sístole, cada diástole, es un segundo menos de esperanza revolucionaria. Ya no hay que hacer análisis políticos sino electrocardiogramas.

Ojalá que Elián se transforme en un adulto inteligente e inquisitivo para que algún día, libremente, nos cuente su visión de los hechos. Por su edad, lo razonable es que viva el fin del comunismo, el establecimiento de la democracia y la implantación de la economía de mercado. Eso sucederá inevitablemente. Cuba no puede ir siempre a contramarcha. Castro es un accidente de la guerra fría y con ella se irá disolviendo. ¿Qué huella habrán dejado en la memoria del niño las noches espantosas del naufragio? ¿Qué pensará cuando repase la foto terrible del soldado americano que le apunta a la cabeza con una ametralladora mientras el pescador, su tenaz salvador, intenta de nuevo protegerlo? ¿Le quedará en la piel el recuerdo de la mano cariñosa de Marisleysis, la prima maternal que lo envolvió en un beso, o lo perderá también en el remolino negro que le arrebató a su madre? El asunto no deja de tener su lado monstruoso: es muy probable que toda la vida de esta personita, desde hoy y hasta su muerte, gire en torno a los siete angustiosos meses que trascurrieron entre el 26 de noviembre de 1999, cuando apareció flotando, y el 28 de junio del 2000, cuando regresó a Cuba. ¿Será feliz ahora, en medio de la ratonera cubana? Pudiera ser. La felicidad es también un balserito tozudo que se aferra a la vida en medio de la noche. Buena suerte, muchacho.

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