Juana Rosa Pita. Publicado el viernes, 14 de enero de 2000 en El Nuevo Herald
Lanzarse en una precaria embarcación a las aguas infestadas de tiburones del Estrecho de la Florida o atravesar a pie, en pleno invierno, la cordillera del Himalaya, son ordalías sólo asumibles gracias a la poderosa imantación que ejercen sobre el alma humana la
libertad y la esperanza, cuando brillan por su ausencia.
La madre de Elián se ha convertido en el más notorio ejemplo de lo que durante décadas han hecho cientos de miles de cubanos. Muchos han perecido como ella; otros se han salvado como su hijo, pero es evidente que se trata siempre de una azarosa huida al exilio, como la que
asombró ahora a los expertos en asuntos tibetanos. El insólito peregrino de 14 años era Ugyen Trinley Dorje (decimoséptimo ``Buda viviente''), quien, tras la potencialmente letal caminata, el 5 de enero llegó a la sede del gobierno tibetano en el exilio, que goza
de santuario en Dharamsala, al norte de la India. Al menos no hay peligro de que se deporte al menor a su país natal, ya incorporado a la China.
Resulta evidente que si la madre de Elián se hubiera encontrado entre los pocos sobrevivientes del naufragio o si el niño hubiera muerto con ella, su padre y abuelos no podrían ahora posar hoscos y desafiantes, exhibiendo en el pecho su carita, ni en su escuela de Cárdenas
aclamarlo como héroe. Gusanos ambos, carecerían de valor propagandístico para el tirano, una de cuyas malévolas especialidades ha sido la de separar a la fuerza a los padres de sus hijos o de la vida misma: cárcel, fusilamiento o cacería en las costas,
trabajo en el campo o negativa de permiso de salida. Cualquier método ha servido para que el miedo y la zozobra se apoderen del alma de los cubanos: saben que en la praxis la patria potestad es un cuento chino. El único soberano es ese solícito y terrible suplantador del Padre
eterno llamado Fidel Castro.
Lo que más me llamó la atención de la huida del pequeño Buda viviente (tercero en la jerarquía religiosa del Tíbet) fue la carta que, según el portavoz chino, dejó escrita en su monasterio. Puede que sea falsa y se trate de lo que ha dado
por llamarse una maniobra de ``control de daños'' dirigida desde Pekín; puede que, por sugestión o autosugestión, realmente la haya escrito el muchacho a quien los chinos creían tener bajo su control. De cualquier modo, refleja el derecho que tiene todo ser humano
a huir de lo que lo sofoca y en busca de lo que le falta o simplemente añora y que a propósito le niegan, para mantenerlo triste, oprimido, degradado, mendicante y robotizado. La carta dice que Ugyen se iba al extranjero por conseguir instrumentos musicales y bonetes negros
tradicionales en la liturgia budista. ``Ello no significa traicionar al Estado, a la Nación, al monasterio ni a los dirigentes'' (deliberada confusión de victimario y víctima). Terrible es que por tan simple querencia tenga que hacerse fugitivo y arriesgar la vida como un prófugo.
El pequeño Buda viviente es privado en su país precisamente de aquello que más necesita para alimentar su vida contemplativa: música para su espíritu. Desde que Lenin inventó el genocidio por hambre ha sido aplicado por todos los regímenes
totalitarios del siglo. Hambre física y espiritual: mayor la que más duela.
Un niño que vivió el horror de ver a su madre ahogarse mientras le aseguraba a él la protección de los ángeles del mar (delfines y pescadores), necesita instrumentos musicales bien afinados para venerar la memoria de ella, aunque eso no se avenga al cobarde egoísmo
de un padre que sólo desentona consignas rencorosas y al que debo caracterizar como nada cadencioso y salomónico, considerando lo dispuesto que parece estar a que su Amo le parta el alma en dos al inocente. Me gustaría saber qué habría pensado el Dr. Freud (al que
lejos de santificar tomo en su valor relativo) de la monstruosa fábrica de complejos que en una desdichada isla todavía opera en el centenario de su influyente La interpretación de los sueños. Contribuyo al mosaico de sueños que para conmemorarlo se están
contando en el mundo, no sin antes advertir a los intérpretes espontáneos del mío que se olviden de Edipo y piensen más bien en el pequeño Hermes, inventor de la lira; en Tages, el niño que hace casi tres mil años surgió de un surco de labranza
y entregó a los campesinos de la actual Toscana la Ley de las ciudades que integrarían la armoniosa civilización etrusca; y en la Madonna y el Niño. Soñé que amanecía. Con un barquito de pan (vela de palmiche) amasado por sus propias manos, Elián
esperaba a su madre en la playa. Y ella llegó a abrazarlo con una de las olas que besaba sus pies. Entonces, entre sonrisas y lágrimas, el niño le ofreció el alado pan diciéndole: ``Mami, enséñame a ser hombre: la heroína eres tú''.
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