Plinio Apuleyo Mendoza. Publicado el martes, 26 de
diciembre de 2000 en El Nuevo Herald
En un reciente viaje que hice a París, la escritora venezolana
Elizabeth Burgos, vieja amiga mía, me hizo comprar el libro L'Ile du
Docteur Castro (La isla del doctor Castro) de los periodistas franceses Denis
Rousseau y Corinne Cumerlato. Lo abrí y no lo pude soltar.
Se trata de una visión de Cuba desde adentro, y no a cargo de
periodistas viajeros, sino de dos franceses que residieron de 1966 a 1999 en la
isla y padecieron y olfatearon minuciosamente su vida cotidiana: el uno, Dennis,
como director de la agencia France Press: y ella, Corinne, como corresponsal de
L'Express y el periódico La Croix.
El libro integra al fin, en un cuadro muy ilustrativo y patético, los
fragmentos que uno percibe de la dura realidad cubana. El retrato que hacen sus
autores del líder máximo compite con el muy divertido que trazó
en Viaje al corazón de Cuba mi amigo Carlos Alberto Montaner. Todo lo de
Castro está allí: su largo flirt con la demencia; su infinita
testarudez; su sentido destructivo de la historia (la revolución es un
ciclón, suele decir, como si los ciclones fueran una bendición de
Dios); su desmesurada incontinencia verbal con la cual tortura sin piedad a
televidentes, periodistas o visitantes; sus pasmosas mentiras (ha sostenido, sin
pestañear, que ahora el poder de compra de los cubanos es de 2,750 dólares,
igual al de los norteamericanos); y, en fin, la panoplia de roles que asume según
sus caprichos: meteorólogo, experto agrícola, procesador de quesos
o jamones, avicultor, nutricionista, policía, científico,
intelectual, pionero de la medicina bioenergética, estratega militar o
beisbolista.
La isla del doctor Castro nos dibuja la penuria cotidiana, el racionamiento
que dura más de 38 años
Todo está muy bien descrito: la estructura totalitaria del poder en
Cuba y la manera como cada ciudadano, desde la niñez hasta su edad
crepuscular, tiene su vida regida por toda clase de organizaciones de masas y
vigilada por organismos de seguridad que fiscalizan hasta sus sueños.
Dato sorprendente: en la isla existen 800 prisiones cuando en 1959 no había
sino quince. El uno por ciento de la población está en la cárcel.
Los disidentes detenidos suman cuatrocientos y el más notable de ellos,
Vladimiro Roca, paga su pena en una celda húmeda, sin más derecho
a ver el sol que una vez por semana.
La isla del doctor Castro nos dibuja también la penuria cotidiana, el
racionamiento que dura más de 38 años y no permite más de
medio litro de aceite de cocina dos veces al año; el mercado negro, los
apagones, los destartalados transportes y la crisis de alojamientos que condena
a tres generaciones de una misma familia a vivir en un solo apartamento. En este
paisaje social deprimido, se explica el triple escándalo de que Cuba
registra la más alta tasa de suicidios, de abortos, de divorcios y de
prostitución del continente, a más de dos records: las 600 mil
desesperadas demandas de visa para emigrar a los Estados Unidos y los 12 mil
balseros que en el estrecho de la Florida han sido devorados por los tiburones.
Quizás lo más novedoso del libro es la descripción de
la fractura social introducida por el dólar y el turismo en la última
década. Dos mundos y dos monedas cohabitan en Cuba. La pregonada patria
socialista presenta hoy la más insolente desigualdad social de América
Latina. A los extranjeros y a las cabezas del aparato corresponden una refinada
atención medica, buenos restaurantes, hoteles de lujo, tiendas, bonitas
muchachas, langostas, golf, playas y autos de último modelo. El cubano
raso, sobre todo el que no recibe dólares del exilio, debe contentarse
con las colas infinitas, las sábanas sucias, la ausencia de algodón
hidrófilo o hilo de sutura en los hospitales, las casas en ruinas y el
agua con azúcar al desayuno cuando se agota el café. Es un
ciudadano de segunda en su propio país.
Según los autores del libro, el futuro inspira hoy miedo. Es el rey
de la isla. Miedo multiforme: el de Castro, si llegara a sucederle lo que le
ocurrió en Londres a Pinochet; el miedo de los burócratas (¿Qué
sucederá conmigo cuando muera Fidel?); miedo del ciudadano raso (a la
policía, al soplón, al CDR, al secretario del sindicato, pero
miedo también al cambio, a la desaparición de lo mínimo que
ahora tiene); miedo de los inversionistas y miedo, también, de Washington
ante el riesgo de que, desaparecida la dictadura, medio Cuba quiera emigrar a
los Estados Unidos.
La isla del doctor Castro se ha vendido como pan en Francia. Aparte de los
amplios extractos que, tengo entendido, fueron publicados en El Nuevo Herald de
Miami, su versión en lengua castellana debe estar aún en manos de
algún editor. Sería estupendo que sus primeros ejemplares les sean
obsequiados a los jefes de estado que en la cumbres iberoamericanas se apresuran
a estrecharle la mano a Castro y a cambiar bromas con él. Pues lo que van
a leer, se lo aseguro, no será para reír.
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