CUBANET... INTERNACIONAL

Diciembre 15, 2000



La vida, la muerte, el exilio

Belkis Cuza Male. Publicado el viernes, 15 de diciembre de 2000 en El Nuevo Herald

Quizás lo más doloroso para los cubanos del exilio sea algún día el retorno al país natal sin nuestros muertos, que han ido quedando sembrados como flores a lo largo del camino. Flores del destierro, para usar el verso de Martí. Porque llega una y otra vez la muerte y nos arrebata a los seres queridos, a los amigos, al vecino, al conocido y al desconocido. Va podando el árbol de la vida, va arrancando las ramas, secando hojas, como un jardinero empeñado en destruir la obra de Dios.

No en balde hemos oído de los intentos de lucrativos e inescrupulosos negocios en torno al traslado y manejo de los cubanos muertos en el exilio. De compras de tierras para futuros camposantos en Cuba. De gente que se prepara ya para el negocio casi necrofílico de devolver los hijos a la tierra que los engendró. Y cuántos no han pedido ya como última voluntad ser cremados, con la esperanza de que algún día sus cenizas retornen en la maleta de algún familiar. Porque el exilio es patria sin tierra, lóbrego sitio intemporal, limbo en que se pudren las almas, al extremo de que muchos creen haber muerto desde el momento mismo en que pusieron los pies fuera de la isla. Otros, se resisten a dejar abandonados a los suyos y una vez en este país se hacen traer también los restos de la madre o el padre muertos en España, o en cualquier otro país, a la espera de que algún día puedan descansar en Cuba, junto a ellos.

Los camposantos de Miami albergan la memoria preciosa del exilio, sus sueños, sus alegrías, sus pequeños fracasos personales, sus tristezas, y también sus luchas por derrotar al mal. Verdaderos archivos del exilio, de la gente que llegó a la ciudad con tres mudas de ropa y ningún dólar en el bolsillo, que se sacrificó para que otros también pudieran alcanzar la libertad. Los últimos meses del año están siempre llenos de un mayor número de adioses. Como si el jardinero implacable tuviera prisa en repasar las hojas del calendario y se lanzara a desbrozar el terreno. Mueren más, pienso, en esos tres meses finales del año que en los restantes. O es idea que me hago. A pesar de todos los triunfos, de los éxitos económicos de los cubanos en Miami, el dolor de ver cómo van desapareciendo los nuestros en esos camposantos tan nítidamente atendidos, pero sin alma, donde faltan ángeles, panteones, o los epitafios acostumbrados, nos devuelve a la realidad: somos la diáspora, el pueblo que espera para volver, volver algún día a reconstruir lo que el demonio destruyó.

Cuando pienso en los que se marchan a final de año recuerdo a Caruca Costa, la esposa de Octavio R. Costa, muerta hace apenas días en Miami. Una de las ancianas más hermosas que he conocido, y que junto a Octavio formó pareja durante casi cincuenta y nueve años. A pesar del exilio, a pesar de los pesares, Caruca --qué duda cabe-- fue una mujer feliz, amada y respetada por ese ser incansable --biógrafo, ensayista, periodista llamado Octavio R. Costa--, un hombre que a sus ochenta y cinco años no ha perdido la ilusión de los niños. La muerte de su Caruca lo deja temporalmente solo, pero no abandonado. Su alma gemela, con la que ha compartido casi toda su vida, es ahora sólo ausencia. Pero el amor, que todo lo puede, vencerá la distancia. ¿Acaso no sigue Caruca estando viva entre los muchos recuerdos que los alimentaron, y en esos tres hijos del matrimonio? ¿No forma parte ya de ese oleaje verdiazul que se divisa desde el inmenso ventanal de su apartamento?

El 14 de noviembre la muerte sorprendió --literalmente-- a Gilbert Padilla, el hermano de Heberto. Un mes antes había venido a Miami a despedir al poeta en su viaje final, y había pronunciado unas sencillas y emotivas palabras junto a la tumba abierta. Era el menor de los tres hermanos --la otra es Martha, la poeta--, y distinto en carácter y personalidad a ellos. Había llegado a Estados Unidos en los cincuenta, y en Kentucky, adonde había ido a estudiar y trabajar, conoció a Goldena, con la que formó una hermosa familia de seis hijos. Profundamente cubano, con esa humildad que da el amor a Dios, a su palabra, Gilbert centró su vida en su familia y en su trabajo. Pienso ahora en Goldena, en esa muchacha que no conocí entonces sino hasta hace unos años, en los cuarenta y seis que estuvieron casados, y me apena saber que le ha tocado la parte más dura, la de sobrevivirle, en una etapa en que todavía no ha llegado la verdadera vejez.

En agosto, Gilbert y yo hablamos largo rato sobre Dios, sobre la vida, sobre la muerte. Oramos juntos. Y durante los funerales de Heberto volvimos a comunicarnos. El día en que murió de repente, sobre esa misma hora, le envié un mensaje a través de la internet y, no sé cómo, un papel con su nombre y su teléfono apareció de pronto sobre mi mesa de trabajo. Luego, una planta que encargué a la funeraria resultó ser, me cuentan Martha y Goldena, una de sus preferidas.

¿Cómo hacer distingos entre la vida, la muerte y el exilio de los cubanos? ¿Acaso no van de la mano, no son "el estruendo de las muchas aguas''? Adiós, Caruca Costa, Gilbert Padilla, y todos los que se marchan con el año..

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