Jorge Posada. Publicado el jueves, 14 de diciembre de 2000
en El Nuevo Herald
Acababa de cumplir dieciséis años y ese fin de semana había
salido de pase del ejército cuando un amigo me invitó a una fiesta
en el Nuevo Vedado. Por aquella época hacía poco que habían
matado a Kennedy, la guerra de Vietnam no había empezado, y en Cuba
estaban muy de moda El paso de Encarnación, de la Orquesta Aragón,
y Aléjate, de Gina León. A todas las fiestas la gente llevaba un
disco que no podía faltar: los famosos Quince, de Paul Anka. Esa noche,
sin embargo, más allá de la letra de Diana o de Puppy Love que yo
trataba de aprenderme, escuché una música que me impactó y
me dejó pasmado, algo que sonaba como el rock and roll que yo conocía
desde niño, sólo que mejor. ``Es un grupo inglés, pero no sé
bien cómo se llama'', me dijo el amigo mío. Un muchacho que estaba
cerca de nosotros lo atajó, y sin que nadie lo llamara se metió en
la conversación con un entusiasmo en los ojos que denotaba la pasión
del fanático genuino, de ser joven y estar vivo. ``¡Son los
Beatles!'', y fue la primera vez que escuché el nombre y la primera vez
que los oía cantar y tocar. Han pasado más de 36 años, y
las canciones que sonaban aturdidoramente alegres y gozosas en el viejo
tocadiscos americano todavía me arrebatan: Twist and Shout, Love me Do y
I Want to Hold your Hand. A partir de aquella noche mi vida fue otra.
Los Beatles fueron para toda una generación el cambio que estaba
esperando, la ráfaga de entusiasmo, vigor y furia que le faltaba al mundo
después de una década puritana y mojigata. Pero si en Francia o en
Holanda la gente iba a sus conciertos, compraba sus discos o se ponía
flores en el cabello, los cubanos vivíamos en otra galaxia. Por lo que
eran, por lo que representaban, desde el principio los Beatles siempre
estuvieron mal vistos por el castrismo. Demasiada irreverencia, demasiadas greñas
despeinadas, demasiada música escandalosa para un régimen
obsesionado con la disciplina y el pelado militar, y que, a lo sumo, soportaba
los viejos y melodiosos boleros de Toña la Negra. En poco tiempo
desaparecieron del popular programa Nocturno, que escuchaba toda la juventud, y
pobre de aquél que fuera atrapado por la policía con alguno de sus
discos. Más de un melenudo fue pelado a la fuerza, pero antes le rompían
el disco a patadas en plena calle. A las fiestas se llevaba escondidos el
Revolver dentro de una carátula de Pello el Afrokán, o el Rubber
Soul dentro de una del malvado Carlos Puebla y sus tradicionales, mientras la
gente se turnaba para vigilar desde el balcón o detrás de la
puerta, temiendo que la vieja chivata (siempre la chivata era una vieja) del CDR
nos denunciara y llamara a la policía y se armara el despetronque. A la
sazón, las recogidas en todo el país por tener el pelo largo y
vestirse con ropa estrafalaria estaban a la orden del día, y alcanzaron
niveles alarmantes, nunca vistos en América Latina, incluso mucho después
de que los cuatro músicos se separaran. En la paranoia totalitaria,
diversionismo ideológico o ser simpatizante del imperialismo era ponerse
una camisa de colorines, gustarle la canción Satisfaction y tener unas
patillas más anchas que las de Simón Bolívar. Entre las
cosas que nunca le perdonaré al castrismo (aparte de los miles de
muertos, de la separación de las familias, de haber destrozado a la nación
cubana) hay dos, muy personales, que no quiero, que me niego a olvidar. Una es
no haber podido ver cuando en el último juego de una temporada histórica,
el taciturno Roger Maris le conectaba a un novato desconocido de los Red Sox su
jonrón número 61. La otra, y peor, es no haber podido encender un
televisor cualquiera el 9 de febrero de 1964 para ver The Ed Sullivan Show y ser
uno de los 75 millones de personas que enloquecían cantando con los
Beatles.
El pasado 8 de diciembre, cuando en todo el mundo se conmemoraban 20 años
del asesinato de John Lennon a manos de un tipejo cuyo nombre no se debe volver
a pronunciar, se develó en un parque de La Habana una estatua de tamaño
natural de él, sentado en un banco. Esto no es nada casual, ni responde a
ningún avance democrático en la isla. Desde hace años los
seudoaperturistas culturales del sistema vienen manipulando la imagen de los
Beatles con fines muy específicos. El evento fue presidido por el propio
Fidel Castro, que nuevamente quiso aprovechar una determinada coyuntura y
convertir el revés en victoria. En el orquestado acto, casi emocionado,
Castro mintió una vez más y declaró que él estaba
tan ocupado en luchar contra las agresiones imperialistas y tan lleno de
preocupaciones (ya se sabe: la crisis de octubre, la guerrilla en Bolivia, la
zafra de los diez millones) que ignoraba que los Beatles hubieran estado
prohibidos y se hubiera reprimido a los que los escuchaban; que no supo de las
recogidas ni otros desmanes. Luego tuvo la osada desfachatez de agregar que había
descubierto facetas desconocidas de Lennon; que hubiera querido conocerlo, y
habló bien de sus ideas y hasta de su música. Poco faltó
para que dijera que era una lástima que no se hubiera aprendido de
memoria I am the Walrus, probado el LSD y dejado la melena por los hombros. El
burdo espectáculo era no sólo una afrenta a los miles de cubanos
que fueron reprimidos, amenazados, apaleados y encarcelados por tener un disco
de los Beatles, por usar el pelo largo, o por vestir ropas sicodélicas,
sino que se convertía en una burla y en un insulto mayúsculo al
recuerdo de John Lennon, la negación de todo lo que Castro y el castrismo
significan.
Lo trágico es que muchos le puedan creer ese último embuste y
esa manipulación de lo que en realidad pasó entonces en Cuba. Lo
verdaderamente triste sería que en ese banco, junto a la estatua de su
amado John, el día menos pensado se retrate Yoko Ono al lado de un
sonriente Silvio Rodríguez. Ojalá que McCartney le aconseje a
tiempo que no lo haga. Que Harrison le recuerde su boda en Gibraltar. Que Ringo
le diga que aquella semana que ella y John pasaron en una cama hablando de la
paz fue de verdad una maravilla. Ojalá que nunca se le ocurra ir.
Editor en la revista Aboard Publishing.
© El Nuevo Herald
Copyright 2000 El Nuevo Herald |