Federico Jimenez Losantos. Publicado el miércoles, 6
de diciembre de 2000 enEl Nuevo Herald
Madrid -- Es difícil saber cuántos de los nuevos terroristas
etarras habrán encontrado inspiración y modelo para su conducta
criminal en los dos personaje más populares y siniestros de la revolución
cubana: Fidel Castro y el Che Guevara.
Lo seguro es que ninguno de los dos, ni por sus discursos ni por sus actos,
les convenció de que matar al prójimo es una cosa muy fea, que
imponerse por la fuerza a todo un pueblo, varios millones de personas, mediante
el destierro, la tortura, la cárcel y la muerte no es precisamente una
epopeya, sino la síntesis de toda la abyección totalitaria del
siglo XX, que tiene en el comunismo su cepa más antigua y resistente.
Comunistas los cubanos y comunistas los etarras, lo suyo es un matrimonio
por amor, como el de Bonnie y Clyde, pero también por interés,
como el de Stalin por el oro del Banco de España, que Castro reeditó
en Cuba con el inmenso expolio de los bienes españoles.
Castro y el Che, el Che y Castro son dos modelos complementarios de
terrorismo marxista-leninista. El tiránico, asmático y fotogénico
aventurero argentino es el banderín de enganche de todas las bandas del
tiro en la nuca. Representa la ferocidad juvenil que se revuelca en la
violencia, la venganza que se permite un pelanas sobre la humanidad y la
historia, con mayúsculas, a costa de las vidas minúsculas que
pilla de por medio y que siega sin piedad.
Jugar a morir en la ruleta rusa del terror es la forma ideal de justificar
el asesinato del prójimo
Al fondo de su deriva guerrillera, entre extática y frenética,
se perfila borrosamente una vaga mitología a lo Acorazado Potemkim: masas
corriendo enloquecidas por el terror, con los ojos desorbitados y la boca
abierta, pidiendo un líder que les haga justicia a tiro limpio, matando a
quien sea, pero cuantos más mejor. El líder, el libertador bis,
es, naturalmente, él, Ernesto Guevara. Como mecanismo psicológico
activador del crimen, hay en el Che, como en todo terrorista, una suerte de
culto sadomasoquista al posible martirio propio, desgraciadamente compensado de
antemano con el seguro martirio ajeno. Jugar a morir en la ruleta rusa del
terror es la forma ideal de justificar el asesinato del prójimo. En Cuba
y en Bilbao.
El Che, como tanto cursi de izquierdas, tenía en la guerra civil española
su motivo estético favorito. Aquella trágica y convulsa España,
destrozada por el empeño de toda nuestra izquierda en fabricar un paraíso
al soviético modo, era --todavía es para mucha acémila--
una mezcla de Utopía y La isla del tesoro, el Caribe de sus fantasías
históricas. La madre del Che, una izquierdista enamorada de la Unión
Soviética, fue quien le inculcó aquella mitomanía española,
made in Komintern, con Guernica, las brigadas internacionales y la Pasionaria
como estrellas fijas.
Nunca fue más trucada una fotografía. La supuesta guerra
antifascista de Stalin no fue sino un escarceo en sus relaciones con Hitler,
culminadas en el pacto nazi-soviético. El Che firmó como ``Stalin
II'' alguna pieza hedionda de su correspondencia, pero tropezó con un
segundo Stalin de verdad, otro pistolero juvenil de buena familia llamado
Castro, que finalmente se lo cargó mandándolo a morir a los Andes
tras una temporada de muerto vivo en Cuba.
Castro ha sido y es el anfitrión de todos los terroristas de
izquierda del mundo desde la Tricontinental de La Habana, ya en los sesenta. Su
identificación con ETA no es de ahora y sin duda va a ir a más, a
mucho más. El apoyo a la banda es un mecanismo de presión contra
el gobierno español para que pague el impuesto revolucionario, que se
repartirán Castro y la ETA. Hemos de ver a García Márquez
tocar la txalaparta.
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