Raúl Rivero. Publicado el martes, 29 de agosto de 2000 en El Nuevo Herald
La Habana -- Este verano tuvimos elecciones libres en Cuba. ¿En todo el país? No. ¿En una provincia? Tampoco. ¿En un municipio? ¡Qué va! En una casa, en una habitación, en la ilegalidad y el silencio.
Fue así, en un pequeño apartamento de Centro Habana, entre los delegados del Partido Solidaridad Democrática, pero fueron elecciones verdaderas, donde los que votaron lo hicieron con plena libertad y eligieron por mayoría a quienes querían elegir.
El proceso comenzó hace meses en las provincias, en las 14 provincias, donde esa organización política de inspiración liberal tiene pequeñas y, a veces, no tan pequeñas estructuras de trabajo. Eligieron en sus bases a los delegados y propusieron los
candidatos a la presidencia, estatuyeron una mesa electoral con personas ajenas al proceso, invitaron a representantes de otros partidos de la oposición pacífica como observadores, convocaron a la prensa y se dispusieron a practicar el sano y olvidado ejercicio de elegir libremente.
Salió electo, más bien reelecto, Fernando Sánchez, quien llevaba dos años liderando la agrupación, y los reconcomios, las frustraciones y las tánganas supongo que se ahogaron o se disimularon en las angustias por la supervivencia y en las necesidades de
hacerse fuertes y trabajar juntos.
Hubo allí, según testimonios de testigos y observadores, una jornada limpia, profunda, sin codazos ni cabezazos, sin haloncitos de manga, diseñada en definitiva con la siempre probable imperfección humana. La prensa oficial, los organismos del estado y el Partido
Comunista se mantuvieron alejados, ajenos en su vitrina rimbombante, coléricos y rígidos, el tono alto, los insultos en el directo y en la mano una aguja que remienda las circunstancias.
Esos hombres y mujeres que se reunieron en La Habana este verano y que llegaron desde toda Cuba para ejercer el voto y elegir con absoluta soberanía a los que dirigirán en los próximos meses el Partido Solidaridad Democrática no han llorado aferrados a los telones del
patriotismo, no se han cubierto con su dudoso terciopelo, no los usaron para encapucharse.
Dieron, con discreción y coraje, en medio de un ámbito hostil y pobre, una lección de orden civil, de vocación democrática y de apego a la libertad, que ha despertado en amplios sectores de la sociedad, por lo menos, respeto.
Muchos aquí vieron esas elecciones con azoro, como un espejismo o como una muestra, a escala mínima, de lo que necesita la nación para desmontarse del tigre.
Tiene que haber mucha audacia y mucha ilusión para que en este país desmadejado, un grupo de ciudadanos marginados y perseguidos, algunos casi en la indigencia, se dispongan a enseñar a todos --a los olvidados y a los poderosos, a los pícaros y a los tontos, a los
recios y a los oportunistas-- que la libertad se puede tocar y se puede ver, por muy lejana que parezca y por muy mortecina y sombría que sea la realidad en que se vive.
Sí, este verano, en la víspera del siglo XXI, los cubanos hemos tenido elecciones libres: un proceso de bolsillo, un modelo casero, creación, invención y propuesta de una de las organizaciones que el gobierno llama, con desprecio, grupúsculo.
Además de rimar con crepúsculo, la palabreja nombra a un pequeño grupo de personas. Ese pequeño grupo que vive en Cuba ha tocado la democracia y, a su manera, homenaje a Paul Anka, vive en ella. Hay aspiraciones en la vida del hombre que se trasmiten por contacto
directo.
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