LA HABANA, Cuba.- Ha muerto, a los 82 años, un artista excepcional: el canadiense Leonard Cohen. No fue solo un cantautor: fue un Poeta, así con mayúscula, y de los más grandes.
En estos tiempos de cancioncillas banales, de voces distorsionadas por Autotune y musiquilla chákata-chákata-bum-bum hecha por impostores sin gusto y que ni siquiera saben tocar un instrumento musical, se cumple inexorablemente mi pesadilla de un mundo que se va quedando, entre otras tantas cosas vitales que va perdiendo, también sin cantores-poetas. Se extinguen los autores de canciones geniales, sencillas pero hondas, capaces de conmovernos sin melodrama, y que de tan universales, sean eternas. Como Sad-eyed Lady of the Lowlands, de Bob Dylan, Gracias a la Vida, de Violeta Parra, Aquellas pequeñas cosas, de Joan Manuel Serrat, Le meteque (El extranjero), de Moustaki. O Suzanne, de Leonard Cohen.
Suzanne fue la la primera canción que escuché de Leonard Cohen, allá por 1970, cuando era un adolescente y aun no sabía inglés. Es una de las canciones de amor más bellas que haya escuchado jamás. Permítame citarle unos versos de dicha canción –perdonen mi traducción- y me dirán si exagero:
“Suzanne te lleva a su casa cerca del río/ puedes oír los barcos que pasan/ puedes pasar la noche a su lado/ y sabes que está medio loca/ pero es por eso que quieres estar allí/ y ella te alimenta con té y naranjas de China/ y en el momento en que vas a decirle/ que no tienes amor para darle/ te abraza y deja que el río conteste/ que tú siempre has sido su amante./ Y quieres viajar con ella/ y quieres viajar a ciegas/ sabes que ella siempre confiará en ti/ porque tú has tocado su cuerpo perfecto con tu mente.”
Como Suzanne, Leonard Cohen escribió varias decenas de canciones-poemas bellísimas, donde se podía sentir la influencia de Whitman, Yeats y Lorca, sobre el amor, la religión, la soledad del individuo, los problemas sociales. Las interpretaba con su guitarra española, generalmente con un acompañamiento minimalista, justo el preciso, en un tono pesimista, que a veces, cuando se refería a las miserias humanas, se tornaba casi lúgubre. Eran el resultado de sus experiencias, de sus amores y desamores, de sus viajes por el mundo, incluida su estancia de cinco años en el monasterio zen de Mount Baldy, California.
Me acuerdo ahora de amigos que seguramente sienten hoy la misma tristeza que yo. Como Marta Cepeda y Agustín Gordillo, en cuya casa de Alta Habana escuché por primera vez los discos de Leonard Cohen que volvería a escuchar, 25 años después, en su casa en Miami Springs, mientras me contaban que en el año 2009 al fin habían cumplido su sueño de estar en un concierto del Maestro, que duró casi tres horas y donde cantó como Dios, si es que Dios canta. Como allá en España el fraterno colega Miguel Iturria y su esposa Ángela Aznar, una valenciana libertaria y amante de la poesía, para quien las canciones de Leonard Cohen significaron mucho en una etapa importante de su vida, y que por considerarme su alter ego masculino y caribeño, me regaló El Libro del Anhelo (The Book of Longing), uno de los títulos que más aprecio de mi biblioteca.
Pero, ¿por qué esta tristeza? ¿Qué puede hacer la muerte con artistas como Leonard Cohen? Ellos nunca se van: queda su obra.
Después de todo, Leonard Cohen, en uno de sus poemas, uno de los más cortos, por cierto, para ilustrar una de sus auto-caricaturas, nos había advertido que no se quedaría toda la función. El tiempo que estuvo, y el provecho que le sacó y le sacamos los que disfrutamos su arte, fue más que suficiente.
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