LA HABANA, Cuba. – Dos mujeres se agarran a golpes por el turno en una cola para comprar comida. Todos observan, todos graban con el celular y, a juzgar por los rostros, casi todos disfrutan de la golpiza, la alientan con palabras o con silencio, y hasta hacen lugar para que la trifulca se extienda tanto como les den las fuerzas a esos dos seres humanos bestializados que, junto a los que disfrutan de la escena, son la viva estampa de nuestra miseria nacional.
Los que se niegan a creer que hoy estamos en el número uno del índice mundial de miseria, aquí tienen la mejor prueba en ese video que circula en redes sociales, también en aquel otro, no sé si más reciente o anterior, donde una multitud se agolpa ante una pasarela de torniquete mientras una dependienta del comercio grita que ella será quien dará vuelta al mecanismo para imponer algo de orden en lo que sin dudas es puro caos surrealista.
Hace apenas unas semanas la tortura y asesinato público de un gato fue el summum de la diversión en un espectáculo en un rodeo estatal. Y si bien la crueldad fue posteriormente “sancionada” para intentar callar bocas, la realidad es que nadie del público ni de la administración del lugar saltó a la arena para detener tal locura, quizás porque a las miserias humanas nos hemos adaptado a tal punto que ni siquiera nos reconocemos en medio de ellas.
Así vamos de bestializados, y ni me excluyo ni exagero cuando digo que esas escenas, junto con otras de igual signo negativo, resumen la cotidianidad en Cuba, a pesar de que el régimen se esfuerce —apenas con discursos y consignas— en hacer pasar tan triste y repulsiva realidad como casos “puntuales”, “excepcionales”, que solo pudieran calificar como tal quienes no ponen un pie en las calles cubanas donde el horror nos envuelve a cada paso que damos. Pasos no por el placer de andar, de pasear en esta que pudiera ser la Meca mundial del aburrimiento, sino por la necesidad vital de “echar pa’lante”, de “luchar” como luchan entre sí, con uñas y dientes, los condenados al Infierno. No queda de otra para quienes hemos quedado atrapados aquí.
Por lo que he leído al respecto, hay más de una fórmula para medir el grado de miseria de un país. Todas han sido elaboradas en grandes universidades e institutos donde a los estudiosos les sobra el tiempo y el dinero para combinar variables y hacer cálculos que los conducen a resultados a los que cualquiera podría llegar sin necesidad de tantos análisis estadísticos que, como hemos comprobado en ocasiones, terminan por concluir lo que en ese momento les convenga para sus propósitos, porque —hablemos claro— nuestra miseria no le importa a nadie, y estaremos jodidos por mucho tiempo, esa es la cruda verdad.
Así, en los tiempos de Obama, bajo los ojos del mismo analista, estuvimos al nivel de Suiza o Noruega, porque de lo que se trataba era de aterrizar el Air Force One en La Habana sin importar cuántos cubanos —aun en esos tiempos que comparados con estos parecen un idilio—, soñaban con escapar a Haití, a Burundi, a la Antártida, porque ninguna variable cuantificable en el mundo es capaz de ofrecer una idea de la verdadera naturaleza de nuestra profunda miseria.
Todavía recuerdo cuando, desde la comodidad del Hotel Parque Central, el ilustrísimo Ben Rhodes (en aquel momento viceconsejero de Seguridad Nacional de los Estados Unidos) le habló a la prensa extranjera acreditada (que no a los cubanos) de la naturaleza “estrictamente económica” y no política de nuestra emigración (al parecer estaba de bromista el chico listo).
Igual me imagino que sea esta misma “teoría suave” la que el equipo de Biden lleve a la mesa de conversaciones sobre política migratoria que por estos días habrá de realizarse en Washington y, digo más, probablemente como preámbulo de otros futuros “intercambios” de esos que son el resultado de descolgar el teléfono y marcar 001 a hurtadillas cuando la miseria les humedece el dedo gordo del pie a los de “acá”.
Tanto han contribuido —desde la más cruel y meditada complicidad— esas universidades y hasta los gobiernos y empresarios benefactores que las subvencionan al ocultamiento y adorno de nuestra realidad que hoy hasta los mismos que padecemos por tanta miseria nos negamos a aceptar que encabecemos una lista donde, por vez primera, alguien nos coloca en el más justo lugar. Y nos resistimos a creerlo, y ponemos en duda porque todo trauma viene acompañado por un acto de negación: es duro mirarse al espejo en las mañanas y descubrir no solo cuán viejos estamos sino lo irremediable de nuestra situación.
No importa de dónde el estudioso de la miseria mundial haya sacado el dato de esto o aquello si igual suprimiéndolos todos y limitándonos apenas a revisar lo que sucede en las redes sociales de los cubanos nos conduciría a los mismos resultados: somos el país más miserable del universo, de eso no hay dudas. Y no porque desde comprar una botella de aceite, un paquete de aspirinas, una bolsa de culeros o un pasaje aéreo a Managua se traduce en la tragedia de cualquier familia, sino porque hemos asumido la miseria humana como modo de supervivencia, y hasta nos creemos mejores que el prójimo cuando más miserable nos comportamos.
Me refiero a miles de actitudes, exclusivas de cubanas y cubanos, pero en especial a ese raro (o mejor dicho, enrarecido) modo de vida en que podemos cantar y gritar “Patria y Vida” en nuestras casas pero a la vez nos importa un pito que los artistas que acuñaron la frase y la canción se pudran en una cárcel. Es esa hipocresía con la que los voceros del régimen pretenden limpiar su pasado reciente refugiándose en Miami y es además la certeza de que lo lograrán. Bastará con vivir para verlo.
Son demasiadas nuestras miserias, tantas que incluso habiendo suficientes para escribir sobre cada una todos los días del año la mente se niega a pensarlas, a comprenderlas.
Reconozco que hay momentos en que tanta miseria me hace olvidar las razones por las cuales valdría la pena continuar escribiendo, haciendo periodismo, más cuando estoy convencido de que no habrá otro 11J, que la oportunidad la dejamos escapar, que si los “aliados” dejaron sola a Ucrania también lo harán con nosotros, y peor, porque no tenemos ni poder político ni económico, que las calles y las redacciones de los periódicos independientes se van quedando vacías con tanto joven que se marcha, y que cada día es más grande esa loca y estúpida “capacidad” que nos hace llorar por el techo de la casa que se nos viene encima, por las niñas inocentes que murieron aplastadas por la caída de un balcón en mal estado, pero que igual nos anima a postear “fotos lindas” frente al nuevo hotel de GAESA donde nuestro salario no sirve ni para comprar un refresco.
De esos detalles y de muchísimos más está hecha nuestra peculiar miseria, probablemente la más absoluta del mundo, la que ningún experto puede medir ni comparar porque no tiene semejante.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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