LA HABANA, Cuba.- Graciella tenía trece años en octubre de 1962. Recuerda que una mañana su padre fue movilizado porque, según le explicó su abuela en aquel momento: “los americanos iban a atacar Cuba y los rusos se habían aliado con Fidel para defender al pueblo”. Con versiones más o menos similares, los cubanos que hoy superan los sesenta años de edad rememoran aquel mes de octubre en que la Isla se convirtió en una bomba nuclear a la entrada del Golfo de México.
Lo curioso es que el acontecimiento que atrajo hacia la mayor de las Antillas más atención que el triunfo de 1959, resulta desconocido para los cubanos nacidos en la era socialista. Los libros de historia “oficiales” han reservado, para las nuevas generaciones, un modesto párrafo donde se resume el suceso, resaltando la gloria de Fidel Castro y la “doble moral” de soviéticos y norteamericanos, que negociaron a espaldas del caudillo la salida de los peligrosos misiles, a los cuales debió su nombre la Crisis de Octubre.
La historia no contada es algo más compleja y reviste una conducta gravísima por parte del líder barbudo, idealizado en otros tiempos gracias al desbordado intelectualismo de izquierda.
Para el año 1962 una invasión norteamericana era inminente. El ejército de Estados Unidos había realizado un simulacro de desembarco, y se esperaba una movilización de decenas de miles de efectivos, como parte de la llamada operación “Mangosta”. Un ataque de semejantes proporciones, equipado con el arsenal militar más moderno, no podría ser repelido por las milicias cubanas. Fidel Castro lo sabía, y mientras crecía su preocupación ante la posibilidad de un choque definitivo, el dictador soviético Nikita Kruschev aprovechó la coyuntura para imponer la instalación, en secreto, de misiles con cabezas nucleares en cada punto cardinal de la Isla.
El pueblo cubano recibió la incursión belicista como muestra de buena voluntad bolchevique ante la prepotencia del imperio; pero Kruschev solo deseaba crear un punto de confrontación pasiva con el gobierno de Kennedy, para obligarlo a retirar las ojivas nucleares que, desde Turquía, apuntaban a la Unión Soviética. Antiguos rencores se ocultaban tras aquella singular muestra de apoyo hacia Cuba, que durante trece días se convirtió en el núcleo de una prueba de fuerzas que amenazó con hacer explotar el hemisferio.
La historia oficialista ha sido generosa con Fidel Castro y su proceder durante la Crisis; pero lo cierto es que el Comandante comprometió la soberanía nacional de un modo que no se vio jamás en los años de la República Mediatizada. Por un corto lapso los soviéticos fueron los señores de Cuba, y sutilmente demostraron que solo los norteamericanos podían llevarlos a la mesa de negociaciones. Fidel Castro era un megalómano tropical a quien debían tratar con cuidado para no arriesgar la precaria estabilidad de su atalaya en el Caribe; pero bien mirado, el caudillo latinoamericano solo había servido, como vulgar peón, al propósito de hacer pactar al Tío Sam.
Kruschev y Kennedy desmantelaron sus respectivos arsenales nucleares sin contar con Fidel Castro, y a pesar del berrinche mesiánico del Che, que estaba dispuesto a hacer estallar la Isla con tal de desaparecer a los Estados Unidos. La peor parte se la llevó el pueblo cubano, que somatizó aquel umbral del apocalipsis con una paranoia colectiva cuyas secuelas se hicieron sentir durante muchos años.
El 28 de octubre de 1962 quedó formalizado el acuerdo entre los dos presidentes, mientras Fidel Castro, acomplejado por haber sido tratado como un simple lacayo del Kremlin, no halló mejor manera de desquitarse que negándose a aceptar la visita de los inspectores de la ONU encargados de verificar el total repliegue de los misiles. Aquel escándalo ante las Naciones Unidas que culminó con una revisión, por parte de la armada estadounidense, de los buques soviéticos en alta mar, ha pasado a la historia de Cuba como “una valiente respuesta del comandante”; pero en realidad solo fue un intento desesperado por apuntalar su monumental orgullo.
La Crisis de Octubre fue un descalabro ético para la naciente Cuba socialista, que se erigía como símbolo de independencia y soberanía. En plena algarabía revolucionaria, aquel episodio trituró el ego de Fidel Castro. Atenazado por la temprana sujeción económica a la URSS, el líder no tuvo más opción que entregar el país al Ejército Rojo, para que Kruschev jugara su peligrosa partida de ajedrez político sobre un campo minado.