LA HABANA, Cuba. – La destrucción de una obra de arte es un acto vandálico. De eso no le puede quedar dudas a nadie. No importa nuestro gusto estético personal ni las opiniones de algún que otro académico o crítico comprometido con el poder, muchísimo menos lo que digan un gobierno y sus fuerzas represivas. Destruir la obra de un artista, por muy molesta y crítica que pueda ser, es un crimen horrendo, de los peores, y eso es lo que hemos visto en las imágenes que por estos días circulan en las redes sociales.
También ha quedado bien claro que los conceptos de “espacio privado” y “legalidad” son ajenos a las dictaduras. No solo dos ciudadanos, sin que medie el documento requerido por la ley vigente, fueron violentados y apresados por expresarse libremente dentro de la casa sino que, bajo las órdenes y el amparo de la policía política, una turba ha invadido una vivienda, ha robado las obras de arte colgadas en las paredes y las ha destruido en plena calle.
¿Y qué cosa “temible” puede haber en esas obras de arte de Luis Manuel Otero Alcántara para que, en medio de la peor crisis económica desde los años 90 y bajo este rebrote mortífero de COVID-19 donde se llama a los confinamientos, el Ministerio del Interior envíe autos patrulleros y tropas disfrazadas como civiles para desaparecerlas?
Pues algo tan “peligroso” como dibujos de confituras. La subversión de las golosinas en el país del azúcar. Sin textos ni panfletos, sin acusaciones ni denuncias. Solo líneas y trazos de colores planos, vívidos, como remedo del dibujo de cualquier niño que añora, que desea, que sueña, que extraña, que aparentemente se conforma con sustituir un placer por otro, en acceder con la vista a aquella golosina que no puede disfrutar con el paladar.
Como cuando representa en las dos dimensiones de un papel todo aquello a lo que aspira en las dimensiones infinitas de su realidad personal, inmediata: la familia unida en armonía, la casita con flores y árboles, la mascota para jugar, el auto o la bici para pasear, el mar, los barcos, un helado de su sabor favorito, en fin, lo que supone no debería faltarle para ser feliz en ese espacio que con la edad irá aumentando, poco a poco, hasta abarcar un país, el planeta, el universo.
Esas carencias y aspiraciones, tan desgraciadamente nuestras, son las que dibujó Luis Manuel Otero, y a esa libertad de conciencia que pudiera despertar con su arte es a lo que temen los comisarios políticos.
Caramelos, barras de chocolate, gomas de mascar, representaciones de unos dulces y marcas comerciales que hoy se han convertido en símbolos de cuán deshumanizadas, discriminatorias y clasistas son las decisiones económicas del Partido Comunista en Cuba, y de cuán fracasado ha sido su proyecto social durante más de medio siglo.
Sumamente patético, triste, es nuestro devenir. El país que alguna vez, en sus mejores momentos, estuviera entre los grandes productores de azúcar en el mundo, además de importante exportador de cacao y frutas tropicales, hoy no es capaz de producir la más humilde confitura para sus niños.
La mínima producción que aún mantiene el régimen en sus dos o tres fábricas con tecnología obsoleta, más lo importado, se vende como artículos de lujo exclusivamente en esa red de tiendas —la única abastecida con regularidad y en abundancia— donde no vale la moneda en la cual los cubanos reciben sus salarios.
De modo que disfrutar de una confitura en Cuba es privilegio de unos pocos, así como fumarse un “habano” en la “tierra del mejor tabaco del mundo”, comer pescados y mariscos, beber agua de coco y construir un bohío en una isla tropical, vacacionar en Varadero, incluso hasta la ridiculez de vestir una camiseta con la imagen del Che Guevara porque solo se venden en dólares en las tiendas para turistas.
Las golosinas de Otero Alcántara se convierten así, más que en una representación de objetos y placeres perdidos, en el intento de recuperar y preservar desde el arte un trozo más del país que nos hemos dejado arrebatar bajo la promesa jamás cumplida de que vendrán “tiempos mejores”.
También pudieran ser el retrato de nuestras ingenuidades como pueblo, pero no quiere decir esto que ellas, en su “dulce candidez”, por lo que puedan sugerir o aparentar, sean en realidad “ingenuas”. Sus mensajes han sido tan directos, fuertes, incómodos y estremecedores que despertó la soberbia, provocó el arrebato e hizo que el régimen se mostrara como en realidad es a toda hora.
La invasión de la sede del Movimiento San Isidro por efectivos de la policía disfrazados de civiles, la detención injustificada, prepotente, de dos artistas es un acto fascista y como tal debe ser condenado enérgicamente para que no vuelva a ocurrir jamás.
Tanto los ejecutores como quienes dieron la orden, llegado el momento, deberán ser juzgados como lo que son, una pandilla de criminales que desde este mismo minuto habría que fichar internacionalmente y, en consecuencia, impedirles poner un pie fuera del país bajo pena de ser apresados.
El asalto a la sede del Movimiento San Isidro no es la única constancia irrefutable de cuán bestial es el régimen cubano cuando se le desnuda públicamente. Esta fechoría, la más reciente, se inscribe en una larga “tradición” de censuras, silenciamientos, exclusiones, criminalización de artistas, exilios y vandalismos que rebasa ya las seis décadas y que cuenta entre sus víctimas a reconocidas figuras de la cultura cubana.
Pero, a diferencia de años atrás, hoy tenemos las pruebas documentales —no solo el testimonio oral— de que esa “mano negra”, anónima, que durante décadas ha aterrorizado a artistas y escritores en Cuba no es el mito que algunos pretenden convertir en culpabilidad general para así eludir responsabilidades individuales, sino que tiene nombres, apellidos y rostros.
El video del asalto policial a la sede del Movimiento San Isidro es dolorosamente real y es un documento que deberá ser examinado con minuciosidad y preservado como prueba y memoria del contexto salvaje en que se producen el arte y la literatura cubanas bajo un régimen comunista. Y no me refiero solo al territorio de la creación independiente, o a la abiertamente opositora, sino a toda una cultura nacional secuestrada, condicionada y reprimida ya no por una ideología política —como piensan algunos— sino por una junta militar que se ha adueñado del país.
Un núcleo de poder en esencia inculto y camaleónico, al que poco importan el socialismo, el comunismo o los capitalismos en cualquiera de sus formas posibles mientras lo que exista les garantice salvar el pellejo y permanecer en el poder eternamente.
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