LA HABANA, Cuba.- Pocas palabras portan un significado tan inequívoco y a la vez –contradictoriamente– tan disímiles interpretaciones como ese breve vocablo de solo tres letras: Paz. A contrapelo de la destrucción provocada por las guerras y de las crisis derivadas de los numerosos conflictos que afectan a la Humanidad, la inexistencia de un concepto universal de Paz obstaculizó por mucho tiempo los intentos de medir el grado de pacifismo de cada país o región.
Finalmente, en mayo de 2007 el semanario británico The Economist publicó por primera vez la lista del Índice de Paz Global (Global Peace Index), un instrumento que estableció el ordenamiento numérico de más de 140 países según la ausencia o presencia de violencia, medida a partir del comportamiento de indicadores tales como el índice de criminalidad, la existencia de guerras internas o externas, el gasto militar, la estabilidad política, el número de personas encarceladas, y el respeto a los derechos humanos, entre otros.
Pese a ciertas inexactitudes nacidas de la exclusión de parámetros tan importantes como la violencia de género y la violencia infantil, o de la dudosa confiabilidad de los datos y las fuentes en el caso de algunos países –por ejemplo Cuba–, el GPI (por sus siglas en inglés) tiene un gran valor referencial, no solo por ser el primero en identificar los elementos que intervienen en la paz, sino por constituir un registro permanente que permite observar la movilidad en los niveles de paz de los diferentes países y regiones que integran la lista, donde las puntuaciones más bajas corresponden a los países más pacíficos, y viceversa.
Colateralmente, las investigaciones del GPI establecen una clara correlación entre los niveles de paz y los niveles de ingresos, de educación, de transparencia, de corrupción y de democracia en los países analizados.
Por su aporte metodológico y por su carácter sistémico, que facilita la evaluación de los avances o retrocesos en materia de paz en un período de tiempo y en territorios determinados, el GPI sentó un precedente ineludible para cualquier propuesta ulterior, así como para la posibilidad de trazar estrategias políticas en pos de la conquista y sostenimiento de la paz.
Paz… ¿en Latinoamérica?
Siete años después del primer informe del GPI, los 33 países miembros de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), reunidos en su II Cumbre celebrada en La Habana (enero de 2014), declararon unánimemente esta Región como Zona de Paz, dizque “con el objetivo de impulsar la cooperación y mantener la paz y la seguridad en todos los órdenes entre sus países miembros”.
La susodicha Declaración no vino acompañada de un diseño estratégico que explicara los criterios o parámetros seguidos por aquellos 33 mandatarios para considerar como “Zona de Paz” una región permanentemente atravesada por los conflictos y la violencia que imponen las guerras de guerrillas, el narcotráfico, la trata humana, la violencia de pandillas, las desapariciones y los secuestros, los desplazamientos humanos debido a la pobreza y el crimen, las migraciones constantes, las crisis fronterizas, el paramilitarismo, los asesinatos, la corrupción que alcanza hasta los más altos estratos políticos, las violaciones de derechos humanos, los atentados a la libertad de prensa y de expresión, la represión contra manifestantes, y un infinito etcétera, que dibujan con tintes oscuros un escenario geográfico y político diametralmente opuesto a lo que podría entenderse como Paz.
Tampoco la CELAC estableció en su II Cumbre un programa de propuestas para superar los problemas regionales que atentan contra la paz, ni una metodología para medir mejoras o retracciones en cada país, ni una comisión especial que tuviese a su cargo la supervisión de un proyecto conjunto de los países miembros para garantizar resultados que conviertan a Latinoamérica en una verdadera “Zona de Paz”.
De hecho, la terca realidad de estos tiempos demuestra que la violencia y los conflictos en nuestra región, lejos de disminuir, se incrementan. A la inestabilidad política y social que ya existía en Venezuela desde antes de 2014 se ha sumado la crisis política en Brasil, y más recientemente la de Nicaragua; México continúa exhibiendo sobrecogedores índices delictivos vinculados al tráfico de drogas y de armas, a la trata humana, a los crímenes de género y a los asesinatos selectivos en medio de un clima de inseguridad que se multiplica por la impunidad galopante; las pandillas de las maras siguen sembrado el terror en Centroamérica, mientras los Acuerdos de Paz firmados –también en La Habana– entre las narcoguerrillas de las extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Gobierno de ese país amenazan terminar en un rotundo fracaso.
Y como si no fuese suficientemente espurio que semejante Paz en abstracto fuese declarada en alegre contubernio de todos los gobiernos democráticos de “nuestra América” con la dictadura más larga de este Hemisferio –responsable directa o indirecta de más de un conflicto regional e incapaz de propiciar espacios de diálogo y concordia con su propio pueblo–, por estos días La Habana vuelve a ser sede y garante de otro “proceso de paz” de sainete, que esta vez tendrá lugar entre el mismo gobierno colombiano y el Ejército de Liberación Nacional, la guerrilla comunista que ha persistido en la violencia armada.
Visto el caso, resulta obvio que el sueño de la paz regional no pasa de ser otra suerte de mito latinoamericano, algo así como la leyenda de El Dorado o de la Fuente de la Eterna Juventud: una promesa plagada de frustraciones que solo trascendió como quimera.